10.11.09

Necrópolis, de Santiago Gamboa

Necrópolis, de Santiago Gamboa, ganó en octubre el Premio de novela La otra orilla, 2009. El libro, 455 páginas, acaba de ser publicado por el Grupo Norma tanto en España como en América Latina.

Por: Héctor Abad Faciolince

“¿Puedo preguntarle si su historia es verdadera? Ah, todas las vainas bien contadas son verdaderas.” Necrópolis, p. 444

La más reciente novela de Santiago Gamboa se presenta como una telaraña de cuentos contemporáneos. Éstos, por diversos que sean, están atravesados por una temperatura común y unos temas que vuelven, como ocurre en las grandes sinfonías: la amistad y la traición a la amistad, el sexo y la droga como calmantes al agobio del miedo y la violencia, la angustia ante la proximidad de la muerte en un mundo que parece acercarse a la destrucción. Cada cuento repite, además, un pequeño leit-motiv, como las marcas de agua en los billetes, que funcionan como guiños de autor: el nombre Ebenezer, que regresa siempre, los humildes sánduches de pollo y las largas duchas de agua caliente que funcionan, en los personajes, como una necesaria y purificadora lluvia bautismal.

Cubierta española de Necrópolis

Todos los relatos que componen el libro están contenidos por una historia mayor que los enmarca como el castillo asediado por la peste en el Decamerón de Boccaccio: un congreso de biógrafos que se celebra en el hotel más lujoso de Jerusalén, el King David. Toda la ciudad, y el hotel mismo, están sitiados por la más característica de las pestes modernas: la guerra. Los hechos suceden en un hipotético futuro muy próximo al presente. Mientras los ponentes hablan durante el congreso, las bombas, las granadas, lo golpes de obús y los restos de metralla, arrecian cada vez más cerca, con un creciente tono apocalíptico.

El narrador es un convaleciente escritor colombiano que ha pasado algunos años enfermo, alejado del mundo. Después de un tiempo de éxito profesional, su vida parecía haber caído en una pendiente de fracaso y decadencia, como tantas veces ocurre en la carrera de un escritor. La invitación a Jerusalén parece una promesa de rescate y renacimiento. Las ponencias del Congreso de Biógrafos son transcritas o narradas por este primer narrador.

La fauna que asiste al congreso no puede ser más variopinta, como un resumen del mundo contemporáneo. El más importante de ellos es una especie de pastor evangélico milenarista, José Maturana, que culmina su performance en el Congreso (la tremenda biografía de un pastor latino en Estados Unidos) con un suicidio sangriento y teatral, tan teatral que el narrador duda si no se tratará más bien de un asesinato y por momentos la novela toma el rumbo de una narración policíaca.

Hay una actriz porno internacional (ítalo-franco-mexicana), Sabina Vedovelli, con un turbio pasado de drogadicción y un presente luminoso de empresaria multimillonaria. Algunos escritores ansiosos de reconocimiento editorial, enfermos de envidia y vanidad (Supervielle). Un judío colombiano, Moisés Kaplan, que narra o inventa una tremenda aventura en los Llanos de Colombia, “El sobreviviente”, en una reconstrucción con gran ritmo narrativo de una especie de Conde de Montecristo tropical. Sólo este capítulo podría convertirse, sin mayores dificultades, en una exitosa película que resuma muchas miserias colombianas actuales: mafia, guerrilla, paramilitares…

De todas las narraciones que se entrelazan en Necrópolis mi preferida es la noveleta intercalada (una biografía escrita por Supervielle) que cuenta la historia de dos grandes ajedrecistas (inventados, pero parecen más reales que Fisher) europeos del siglo 20: “La variante Oslovski & Flø”. Creo que esta nuovelle puede entrar con plenos derechos en esa hermosa saga colectiva que son las novelas de ajedrez, desde el maravilloso cuento de Stefan Zweig, pasando por La Defensa de Nabokov, hasta la muy buena italiana de Mauresing, La variante Lünenburg, y la mucho más que entretenida Tabla de Flandes de Pérez-Reverte. Lo que más me gusta en esta noveleta de Gamboa es que la variante de su historia no se refiere exactamente a algún sacrificio o alguna disposición de las torres en el tablero, sino a una actitud ante la vida: la del abandono de la competencia que se realiza en la verdadera amistad. Y no les digo más. Este capítulo se puede leer incluso de un modo aislado, como si fuera un cuento, y les aseguro que no los va a decepcionar.

Hay muchas historias en Necrópolis, algunas de fuerte contenido erótico (o pornográfico, si prefieren que no se usen medias palabras), como la autobiografía de Vedovelli, con buenas reflexiones sobre la nuda y pura sexualidad; otras con mucha carga poética, como el breve relato del mismo narrador del libro, un cuento que yo ya había oído de la boca de Santiago en un congreso al que asistimos juntos en el inmenso hotel de un misterioso balneario de Portugal, Póvoa de Barzim. Debo confesar, sin embargo, que la narración oral de Gamboa, aquella vez, era incluso mejor que su relato escrito en Necrópolis. O quizá sería la fuerza de la voz, o las pausas dramáticas del silencio lo que hacen que en mi recuerdo sea aún mejor. Se trata, en todo caso, de las últimas horas de un piloto sobre el Atlántico, que se sabe condenado a morir, y que mitiga su angustia mediante la poesía. Y no les cuento más.

En esta novela Santiago Gamboa demuestra otra vez que quizá ninguno como él, entre los narradores colombianos contemporáneos, domina con más perfección el ritmo de las historias, los recursos narrativos para conseguir que nunca decaiga la atención. Su prosa es como un río de corriente rápida, que sortea con rapidez cualquier escollo, que te lleva de la mano hasta el final sin que siquiera te des bien cuenta de lo que ha pasado. No es posible aburrirse un solo instante; hay grandes hallazgos y enormes sobresaltos; hay osadía en la exposición de los motivos y en la justificación de lo más sórdido. Hay, en resumen, un gran escritor que una vez más se merece un decidido aplauso por su insólita capacidad de narrar con viveza y de inventar con pasión y lucidez.

fuente: elespectador.com

1.11.09

Entre la farsa y la tragedia

El argumento se pone en marcha cuando Karl Marx, el visionario de la casa de Maitland Park Road, seduce a su hija en tiempos de la Primera Internacional Socialista y culmina, casi treinta años más tarde, al suicidarse ella en tiempos de Sherlock Holmes.
Karl Marx con su hija Eleanor (centro) y Friedrich Engels
Carlos Franz
Dicen -los que no han ido a la fuente- que Karl Marx habría escrito, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte , que cuando la historia se repite lo hace como farsa. En realidad KM escribió que "Hegel diría" que la historia se repite: "Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa". Por eso somos ridículos cuando intentamos cambiar la historia invocando el pasado. Sólo el marxismo escaparía a ese determinismo, por la puerta del futuro. "La revolución social [...] no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir." (Los diagnósticos de KM solían ser superiores a sus remedios.)
El señor Marx no está en casa , la novela de Ibsen Martínez (Caracas, 1951), parodia aquel aserto marxiano. Su narrador quiere escribir una obra de teatro basada en la relación de Karl con su hija Eleanor, la talentosa y atormentada "Tussy", que renunció al amor por órdenes de su papá -que no renunciaba a ningún amor-, y que acabó malcasada con un estafador y suicidándose en 1898. El narrador conjetura que Tussy terminó de ese modo porque, en su adolescencia, habría sido víctima de aquello que la cursilería en boga llama "agresión sexual intrafamiliar". "El argumento se pone en marcha cuando Karl Marx, el visionario de la casa de Maitland Park Road, seduce a su hija en tiempos de la Primera Internacional Socialista y culmina, casi treinta años más tarde, al suicidarse ella en tiempos de Sherlock Holmes." El drama de Eleanor estaría servido para una obra de teatro que revisaría incógnitas históricas a la luz de nuestras certezas presentes. El narrador sueña escribir esa tragedia que, de pasada, lo reivindicaría como "autor serio", lo convertiría en un Tom Stoppard caribeño. Pero no puede porque las telenovelas que debe escribir para ganarse la vida interrumpen y arruinan su proyecto. El narrador intenta escribir una tragedia. Pero le sale una farsa: esta novela.
Incapaz de urdir su utopía teatral, opta por entregarnos los fragmentos del drama frustrado, revueltos con el argumento de su propio fracaso vital como teledramaturgo y amante caribeño. Los amores complicados, las enfermedades y las ambiciones burguesas del "culebronero" venezolano, contados con implacable autoironía, se alternan con documentadas reconstrucciones del Londres victoriano y evocaciones de la vida del filósofo, tan grandiosa en aspiraciones y tan miserable en sus limitaciones. El contraste es francamente cómico (con esa pizca de dolor auténtico que exige el buen humor).
Hoy, caído el marxismo de sus pedestales en todos sitios (excepto Cuba, Corea del Norte y algunas universidades estadounidenses), el egoísmo familiar de KM (que embarazó a su sirvienta y luego la separó del hijo bastardo enviándolo a criarse con una familia proletaria) interesa poco como inconsecuencia ideológica. Incluso una hipotética pederastia incestuosa con su hija no suscita mucho más escándalo (porque ya no esperamos más de él que de cualquier otro filósofo, "humano, demasiado humano"). Es la estrategia narrativa y el estilo lo que hacen del libro de Ibsen Martínez un triunfo.
La estrategia: fracasar "anticipadamente" en la ambiciosa teatralización de la disfuncional familia Marx, resignarse a no interpretar el pasado con "la poesía del futuro", salva al autor de caer en la tram(p)a marxista, precisamente: creer que la historia tiene leyes discernibles y unívocas. Es preferible un honesto tropezar con los escombros a la ilusa construcción de una dialéctica ( malgré Hegel).
El estilo: aquella inseguridad en las estructuras históricas y dramáticas propicia la soltura verbal de esta novela. Todos los recursos del culebrón humanizan el egoísmo de KM y la neurosis de su hija. La escena en que un viejo Karl forunculoso se emborracha para atreverse a conocer a su hijo bastardo, o el suicidio de Tussy, inducido por su grotesco amante, se nos narran como el melodrama que sólo una farsa puede representar. A veces, a la manera de un libreto televisivo, los diálogos llevan entre corchetes una indicación perentoria: "[Risas]". Allí, donde el respetable público lector debería reír, es precisamente donde la farsa se muerde la cola. Donde vuelve a ser tragedia. Pero tragedia menor: íbamos a cambiar la historia del mundo, en nombre del futuro. Y no pudimos cambiar ni la historia de nuestra familia. Íbamos a escribir un drama aleccionador y la vida nos dio una lección. La "poesía del porvenir" reside en ignorarlo.
© Letras Libres
El señor Marx no está en casa Por Ibsen Martínez. Editorial Norma. 269 Páginas.

12.10.09

¡El horrorismo! ¡El horrorismo!



En un libro ecléctico, que incluye tanto ensayos y artículos publicados entre 2001 y 2007 como dos cuentos “desde el otro punto de vista”, Martin Amis aborda el mundo posterior a los atentados del 11 de septiembre, el fundamentalismo islámico y la confusa reacción de Occidente.

Rodrigo Fresán

El horror! ¡El horror!”, susurra el agónico Kurtz al final de El corazón de las tinieblas. Y en el último aliento de sus palabras vuela y se estrella, para él, la imposibilidad de comunicación entre culturas tan diferentes que, por momentos, se antojan interplanetarias. El Africa de Conrad es el Islam de Martin Amis donde –a partir del 11 de septiembre de 2001– el adiós de Kurtz muta a “¡El horrorismo! ¡El horrorismo!”. Porque para el autor de Campos de Londres, el término terrorismo (“... la comunicación política por otros medios”) ya no es suficiente para definir lo ocurrido aquella brillante y oscura mañana en la que, para muchos, comenzó el siglo XXI y el Tercer Milenio y –mal que les pese a Fukuyama & Co.– se reactivaron los motores de la Historia.
Así, lo más interesante de El segundo avión es el modo en que un habitual narrador de ficciones se enfrenta a una realidad que pocas imaginaciones se atreverían a imaginar. Amis –quien antes de recopilar este puñado de relatos, ensayos, reseñas de libros y películas sobre el tema y artículos, entre ellos su muy comentado profile de Tony Blair, ya había hecho suya la imagen del avión como juguete del destino en su novela Perro callejero e iluminado las sombras del totalitarismo ideológico en Koba el Temible y La casa de los encuentros– siente que tiene muchas cosas para decir. Y se ajusta el cinturón de seguridad y las dice todas sabiendo que más adelante, enseguida, le espera un cielo cargado de nubes y rayos y turbulencias.
En este sentido, la lectura de El segundo avión será –para más de uno acostumbrado a volar en PC Jet, la aerolínea de lo políticamente correcto– un viaje agitado e incómodo. El comandante Amis –como V. S. Naipaul, otro consagrado detestador de la mística de lo que denomina como “multiculti”– no duda en lanzar por los altoparlantes palabras sin falso consuelo y pensamientos sin billete de vuelta al pasaje. Y su mensaje es uno y no permite duda alguna: “Miren por la ventanilla el sitio en el que, de seguir las cosas como están, todos nos estrellaremos”.
Bienvenidos a la planetaria Zona Cero donde la película que se proyectará es aburrida en el peor sentido de la palabra; porque Amis entiende al aburrimiento no como “el tipo de aburrimiento que afecta al displicente y al amanerado, sino un aburrimiento superlativo, que acrecentará y complementará los terrores superlativos del asesinato-en-masa-suicidio”. En resumen: Amis nos anticipa que nos acostumbraremos a vivir en el terror, que el terror acabará aburriéndonos y que el quid de la cuestión reside en que “el aburrimiento es algo que el enemigo no siente” porque el fanatismo fundamentalista no cree en esas cosas. De este modo –entre 2001 y 2007– El segundo avión registra el recorrido y los muchos aeropuertos de un turista que va notando cómo las cosas cambian, cómo cambia él mismo (de paloma temblorosa a halcón indignado) y cómo aumentan los controles de seguridad para que todo siga más o menos igual. Porque nada se modificará si no se modifican los aspectos de fondo que, se sabe, suelen ser inmodificables. Léase: para Amis, el cambio sólo resultará de la revisión de actitudes sociales y de convencimientos religiosos causando el “sufrimiento” de la comunidad musulmana para, recién después, poder “poner la casa en orden”. Algo que no ocurrirá hasta que, por ejemplo, las mujeres islámicas se pongan de pie, derriben las murallas del califato sexual y reclamen lo que es suyo.
Mientras tanto y hasta entonces, advierte Amis, el Islam crece demográficamente a la vez que, en la introducción, aclara: “No soy un islamófobo. Lo que soy es un islamismófobo, o, mejor, un antiislamista, porque una fobia es un miedo irracional, y no es irracional temer a alguien que dice que quiere darte muerte. El enemigo más general es, por supuesto, el extremismo. ¿Qué ha hecho el extremismo por cualquiera de nosotros? ¿Dónde están sus dádivas a la humanidad?”.
De ahí –de este tono– que hayan sido muchos los críticos de El segundo avión que acusaron a Amis de “ser un hombre confundido que se ha dejado seducir por sus ángeles más oscuros” o un “inocente ingenuo” que “confunde el insulto con el análisis” o alguien que “queriendo ser Bellow acaba siendo Mailer”, que “debería intentar explicar eso del aburrimiento a un familiar de alguien muerto en el World Trade Center y a ver qué le dice” y que “más le vale dedicarse a la ficción” y reservar “pretendidamente ingeniosos análisis numerológicos” y percepciones literarias y su prosa púrpura para asuntos menos escarlatas. Adelantándose a semejante sugerencia, Amis ha incluido aquí dos relatos de negrísimo humor –“En el Palacio del Fin” y “Los últimos días de Mohammed Atta”– donde, de algún modo, y con gran estilo, se “pasa al otro lado”. En ellos, Amis cuenta los padecimientos casi psicóticos del doble del hijo de un dictador sin nombre, pero que no puede ser otro que Saddam Husseim, y lo que ocurre dentro de la cabeza de un terrorista listo para estrellarse contra una de las torres del World Trade Center y –como en uno de los últimos cuentos de su admirado John Updike sobre el mismo tema–, la lujuria reprimida y una sobredosis de pecado parecen ser el combustible inspirador de tanta sangre derramada. De este modo, parece, somos víctimas más de una crisis de masculinidad que de un choque de ideas.
En una de las piezas de El segundo avión, Amis se queja de los padecimientos sufridos a la hora del ckeck-in antes de viajar de Montevideo a Nueva York y sonríe, resignado, ante lo poco eficaz de la maniobra. Muchos condenaron y condenarán a El segundo avión por demostrar la misma ineficacia, algo de soberbia y –gajes y taras del oficio– hasta de tener toda la razón por las razones incorrectas y de proponer buenas teorías que acaso se nutran demasiado de la imaginación privilegiada de un viajero que, pasaporte en mano, sabe que en cualquier momento puede tocarle a él. Y entonces experimentar, en carne propia, lo que experimentó en mente propia, como espectador, hace ocho años: “La llegada del segundo avión, rasgando el cielo en vuelo bajo sobe la Estatua de la Libertad: ése fue el momento definitivo (...) No he visto nunca un objeto genéricamente familiar tan transformado por el afecto (“emoción y deseo como conducta que ejerce una influencia”). Aquel segundo avión parecían tan afanosamente vivo, y animado por la maldad, y absolutamente extranjero. Para los millares de personas que estaban en la Torre Sur, el segundo avión significó el fin de todo. Para nosotros, su fulgor fue el fogonazo mundial del futuro que nos aguardaba”.
Podría afirmarse entonces que El segundo avión es un libro encandilado por ese fogonazo. De acuerdo. Pero también es un libro incandescente que se alimenta de ese mismo fuego que no ha dejado de arder. Y de quemar. Un fuego que –a unos y a otros, ahí arriba somos todos iguales– nos hace más que recordarnos la inquietud que experimentamos en el departure, rezando u orando por un arrival sin complicaciones mientras flotamos, entre nubes de tormenta, rodeados por las tinieblas del corazón y, apocalipsis ahora, tal vez con Kurtz sentado en el asiento de al lado.
//pagina12.com.ar http://mislecturascontrariadas.blogspot.com

6.10.09

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4.10.09

Llegó el momento de inventar el libro

¿Qué pasaría si la mayor novedad cultural no fuera digital, sino producto de la imprenta? Tal la hipótesis que plantea el escritor mexicano


Max Daltón

Juan Villoro
México D.F., 2009
¿Qué tan novedoso debe ser un invento? La importancia de un producto suele depender de su capacidad de sustituir a otro. La tecnología necesita contrastes; sus aportaciones se miden en relación con lo que había antes. El inventor es el hombre que llega después.
Lo nuevo existe en serie: es la última parte de una secuencia, requiere de algo que lo anteceda. Esto lleva a una pregunta: ¿Podemos inventar hacia atrás? ¿Qué pasa si le asignamos otro orden a la historia de la técnica?
Imaginemos una sociedad con escritura y alta tecnología, pero sin imprenta. Un mundo donde se lee en pantallas y se dispone de muy diversos soportes electrónicos. Abundan los receptores de textos e incluso se han diseñado pastillas con resúmenes de libros y métodos hipnóticos para absorber documentos. Esa civilización ha transitado de la escritura en arcilla a los procesadores de palabras sin pasar por el papel impreso. ¿Qué sucedería si ahí se inventara el libro? Sería visto como una superación de la computadora, no sólo por el prestigio de lo nuevo, sino por los asombros que provocaría su llegada.
Los irrenunciables beneficios de la computación no se verían amenazados por el nuevo producto, pero la gente, tan veleidosa y afecta a comparar peras con manzanas, celebraría la ultramodernidad del libro.
Después de años ante las pantallas, se dispondría de un objeto que se abre al modo de una ventana o una puerta. Un aparato para entrar en él.
Por primera vez el conocimiento se asociaría con el tacto y con la ley de gravedad. El invento aportaría las inauditas sensaciones de lo que sólo funciona mientras se sopesa y acaricia. La lectura se transformaría en una experiencia física. Con el papel en las manos, el lector advertiría que las palabras pesan y que pueden hacerlo de distintos modos.
La condición portátil del libro cambiaría las costumbres. Habría lectores en los autobuses y en el metro, a los que se les pasaría la parada por ir absortos en las páginas (así descubrirían que no hay medio de transporte más poderoso que un libro).
La variedad de ediciones fomentaría el coleccionismo; los pretenciosos podrían encuadernar volúmenes que no han leído y los cazadores de rarezas podrían buscar títulos esquivos y acaso inexistentes. Sólo los tradicionalistas extrañarían la primitiva edad en que se leía en pantalla.
En su variante de bolsillo, el libro entraría en la ropa y sería llevado a todas partes. Esta ubicuidad fomentaría prácticas escatológicas en las que no nos detendremos. Baste decir que acompañaría a quienes necesitaran de distracción para ir al baño.
Las más curiosas consecuencias del invento tardarían algún tiempo en advertirse. Una de ellas está al margen de la ciencia y la comprobación empírica, pero sin duda existe. El libro se mueve solo. Lo dejas en el escritorio y aparece en el buró; lo colocas en la repisa de los poetas románticos y emerge en un coloquio de helenistas. Las bibliotecas no conocen el sosiego.
El hecho de que incluso los tomos pesados se desplacen sin ser vistos representaría un misterio menor, como el de los calcetines a los que se les pierde un par en el camino a la azotea, si no fuera porque los libros se mueven por una causa: buscan a sus lectores o se apartan de ellos. Hay que merecerlos. El password de un libro es el deseo de adentrarse en él.
Las pantallas son magníficas, pero les somos indiferentes. En cambio, los libros nos eligen o repudian.
Otras virtudes serían menos esotéricas. ¡Qué descanso disponer de una tecnología definitiva! El sistema operativo de un libro no debe ser actualizado. Su tipografía es constante. Eso sí: su mensaje cambia con el tiempo y se presta a nuevas interpretaciones.
Para quienes vivimos en tristes ciudades en las que se va la luz, como México D.F., el libro representa un motor de búsqueda que no requiere de pilas ni electricidad.
Qué alegrías aportaría el inesperado invento del libro en una comunidad electrónica. Después de décadas de entender el conocimiento como un acervo interconectado, un sistema de redes, se descubriría la individualidad. Cada libro contiene a una persona. No se trata de un soporte indiferenciado, un depósito donde se pueden borrar o agregar textos, sino de un espacio irrepetible. Llevarse un libro de vacaciones significaría empacar a un sueco intenso o a una ceremoniosa japonesa.
Con el advenimiento del libro, la gente se singularizaría de diversos modos. Esto tendría que ver con los plurales contenidos y la manera de leerlos, pero también con el diseño. Los fetichistas podrían satisfacer anhelos que desconocían.
¿Hasta dónde podemos apropiarnos de un artefacto? El libro es el único aparato que se inventó para ser dedicado, ya sea por los autores o por quienes lo regalan. Qué extraño sería instalar un programa de Word que comenzara con una cariñosa dedicatoria a la esposa de Bill Gates. En cambio, el libro llegó para ser firmado y para escribir un deseo en la primera página.
Las novedades deslumbran a la gente. El libro ya cambió al mundo. Si se inventara hoy, sería mejor.
© LA NACION

26.9.09

Vidas honorables

Por: Juan Esteban Constain
A veces un libro extraordinario se consume en la soledad de unos pocos lectores (o en la de unas cajas, o en la mesa voraz de un editor), mientras otros, aterradores, van por el mundo recogiendo alabanzas y vendiendo indulgencias.
Le pasó a El Gatopardo, por ejemplo, que es quizás la mejor novela italiana del siglo XX y una de las reflexiones más bellas sobre la estupidez humana y la necedad del poder y la Revolución. Su autor era Giuseppe Tomasi di Lampedusa, un príncipe siciliano que pasaba sus días (maestro) comiendo dulces y leyendo a los clásicos. Pues escribió su novela magistral, y la mandó a sendas editoriales de Italia que la rechazaron con desdén: ese libro tan raro y tan bueno no se iba vender. El Príncipe murió, y sólo un año después la Feltrinelli lo puso en la vitrina gracias a la hija de Benedetto Croce. Así nació un clásico.
Ha habido en Colombia libros así. No sólo en la literatura (las Notas de don Nicolás Gómez Dávila o las traducciones homéricas de López Álvarez; los ensayos de Mendoza Varela), sino también en la historia o en la sociología. Libros como El pensamiento colombiano en el Siglo XIX, de Jaime Jaramillo Uribe, o como El Poder Político en Colombia de Fernando Guillén Martínez; como La Revolución en América de Álvaro Gómez Hurtado, o Bizancio el dique iluminado de Álvaro Uribe Rueda: libros reveladores, en fin, que logran darle a nuestro pasado una explicación llena de lucidez, que no concede con las modas y las imposturas, y las tonterías, que se tejen por igual en la Ciencia y las ideologías.
Hay un libro así, estupendo, que ha pasado completamente inadvertido en Colombia. Se llama Vidas Honorables y lo escribió Victor M. Uribe-Urán. En él se nos explica cómo el ejercicio del Derecho y sus prerrogativas burocráticas, fue en nuestra historia (1780-1850) un procedimiento cultural, no necesariamente económico, para la configuración y la manipulación del poder político, y para obtener desde la abogacía un reconocimiento social hereditario y casi sacramental; casi mágico y religioso. Tanto, que muchos de nuestros próceres de la Independencia no eran sino eso, tinterillos y burócratas a la española, que hicieron la Revolución desde el poder y para seguir exprimiéndolo. Funcionarios y aristócratas y primos, los descendientes de Don Pelayo, que se revelaron para que los dejaran donde estaban. Como El Gatopardo.
Un libro excelente este de las Vidas Honorables, aunque como dice mi amigo Gabriel García, “con ese título no puede ser sobre colombianos”.
Si tiene alguna pregunta sobre historia envíela a notastacitas@gmail.com
Fuente:http://elespectador.com http://mislecturascontrariadas.blogspot.com

24.9.09

Cada libro en su lugar


Por Alberto Manguel
Unas pocas semanas antes de Navidad, me dijeron que debía operarme de urgencia. Sin darme tiempo a hacer la maleta, me encontré en un cuarto adusto y aséptico, ansioso y sin libros. Pasar unos diez días convaleciente en el hospital sin nada para leer me pareció un castigo al límite de lo soportable y cuando mi compañero me propuso traerme de casa algunos volúmenes, acepté agradecido. ¿Pero cuáles elegir?
El autor del Eclesiastés nos enseña que para todas las cosas “hay sazón” y que todo tiene su tiempo determinado; igualmente, sabemos que cada ocasión tiene su libro. Pero no todo libro, por supuesto, conviene a cualquier momento de nuestra vida. Compadezco al pobre lector que se halle con el libro equivocado en un percance difícil, como le ocurrió al pobre Amundsen, descubridor del Polo Sur, cuyo bolso de libros se hundió en los hielos y se vio obligado a leer, noche tras helada noche, el único volumen que pudo rescatar, un indigesto tratado del Dr. Gaudens titulado Retrato de Su Sagrada Majestad en Sus soledades y sufrimientos. Es que hay libros para leer después de hacer el amor y libros para armarse de paciencia en el aeropuerto, libros para la mesa del desayuno y libros para el cuarto de baño, libros para las noches de insomnio en casa y para los días de insomnio en el hospital, y no pueden ser intercambiados. Nadie, ni siquiera su propio lector, puede explicar cabalmente cuáles libros convienen a cierto momento y cuáles no. De manera misteriosa, algo inefable hace que ocasiones y libros se acuerden o se opongan.

La lista de libros que Oscar Wilde pidió para acompañarlo en la cárcel de Reading incluyeron La isla del tesoro y un manual de conversación franco-italiano. Alejandro Magno partía a sus campañas con un ejemplar de la Ilíada de Homero. El asesino de John Lennon consideró que un buen libro para tener en el bosillo al cometer un crimen es El cazador oculto de J. D. Salinger. No sé si los astronautas se llevan a bordo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury o si, por el contrario, prefieren Los alimentos terrestres de André Gide. Si el risueño Bernard Madoff acaba en prisión ¿pedirá acaso La pequeña Dorrit de Dickens para enterarse de cómo el señor Merdle, ese sutil estafador, incapaz de soportar la vergüenza al ser descubierto, acaba cortándose el cuello con una navaja prestada? El Papa Benedicto XVI ¿se retirará a su studiolo en el Castelo Sant’Angelo con Bubú de Montparnasse de Charles-Louis Philippe, para estudiar cómo la falta de preservativos ocasiona una epidemia de sífilis en el París de fin-de-siècle? Prosaico, G. K. Chesterton imaginó que, si estuviese naufragado en una isla desierta, desearía tener consigo un Manual de construcción de embarcaciones. Y a mí ¿qué libros me convendrían para mi forzado retiro?

No soy un usuario del libro electrónico, ese libro de arena que se ufana de ser casi inagotable y que, por lo tanto, no me obligaría a elegir; en momentos traumáticos me hace falta la consolación del papel y de la tinta. Hice una lista de posibles candidatos. Descarté algunas categorías obvias: novelas que no había leído aún, porque no quería correr el riesgo de que faltasen a mi propósito; ensayos científicos, porque temí que mi cerebro, ablandado por la anestesia, se mostrase más reacio que de costumbre a la asimilación de elucubraciones clínicas; por la misma razón, no elegí el género policial que, en tiempos normales, tanto aprecio. Tampoco las biografías: me pareció que en mi estrecha cama de hospital no habría lugar para otras vidas.

Acabé anotando cuatro tipos de lecturas que me parecieron adecuados:

• Libros que son antologías, generosos y fragmentarios. Pienso en los cuadernos de Samuel Butler, El libro de la almohada de Sei Shonagon, Religio medici de sir Thomas Browne, Memoria del fuego de Eduardo Galeano, Las ciudades invisibles de Italo Calvino.

• Una obra meditativa, melancólica, suavemente filosófica, como los ensayos de Jean Cocteau, La dificultad de ser, o esas iluminadas reflexiones sobre el Quijote de Javier Rodríguez Marcos, Los trabajos del viajero, o Los sueños de Einstein de Alan Lightman. Pensé asustar a las enfermeras dejando sobre mi mesa los tratados de Schopenhauer cuyo título combinado da Dolor y sufrimiento hasta la muerte, pero no me atreví.

• Un libro para hacerme sonreír: Alicia en el país de las maravillas, Tristram Shandy de Laurence Sterne, Pnin de Vladimir Nabokov, Historia universal de la infamia de Borges, Tres hombres en una barca de Jerome K. Jerome.

• Un libro de poesía: de Richard Wilbur, Quevedo, Javier Codesal, san Juan de la Cruz, Anne Carson... Para no tener que elegir un solo nombre, quizás convendría una colección ecléctica, como la Poesía barroca de J. P. Hill y E. Caracciolo-Trejo, fuente de infinito placer.

Los libros que elegí para esas largas semanas (fueron cuatro y no quiero nombrarlos) contienen ahora el diario de mi convalecencia. Abriéndolos en el futuro sabré cómo velaron a mi lado, hablaron conmigo cuando lo quise, o supieron esperar en silencio, atentos. Nunca se impacientaron, ni fueron sentenciosos o condescendientes. Estuvieron fielmente presentes, indiferentes a las horas, dando por sentado que también este momento pasaría, y mi incomodidad y mi desasosiego, y que sus páginas seguirían acompañándome en el futuro, describiendo algo mío, íntimo y oscuro, para lo cual yo no tenía (y aún no tengo y no tendré) palabras.

29.8.09

Releyendo ‘La vida breve’


Por: Juan Gabriel Vásquez
“SI HAY UNA COSA MÁS TEMIBLE que leer a Onetti, es releerlo”, decía mi amigo Ricardo Bada en una conferencia reciente.
“Es una auténtica paliza, de la que sales agotado como si hubieses combatido con Cassius Clay en su mejor momento, y tú, además, con una mano atada a la espalda”. Pues en esa pelea llevo yo metido varios meses ya, como quizás sabrán algunos lectores, y mi último round ha sido con (contra) La vida breve, que leí por primera vez hace unos quince años. La experiencia esta vez ha sido radicalmente distinta, porque La vida breve, como todas las grandes novelas, cambia mientras cambian sus lectores; y además porque entre las dos lecturas está El viaje a la ficción, el ensayo que Vargas Llosa publicó el año pasado y que dedica varias páginas a poner patas arriba la novela de Onetti, a destriparla y a mostrarnos las tripas.
El ensayo de Vargas Llosa gira alrededor de esta idea sencilla: la obra de Onetti es toda una larga y terca huida hacia mundos que no existen. Ya sea porque no soportan el mundo que les ha tocado en suerte, ya sea por cualquier otra razón, los personajes de Onetti fabrican una realidad alterna y se instalan en ella. Si eso es así (y es así), La vida breve es una especie de cifra, de símbolo perfecto, de toda la empresa de Onetti. La novela comienza con un acto imaginativo: Brausen, el narrador de la novela, escucha desde un lado de una pared lo que su vecina, la prostituta Queca, dice en el otro lado. Imagina a la mujer; imagina a su acompañante. Más tarde nos enteramos de que Brausen tiene buenos motivos para huir, por lo menos imaginariamente, de su vida actual: por un lado, a Gertrudis, su mujer, acaban de amputarle un seno; por el otro, están a punto de despedirlo de su trabajo.
Brausen se pone entonces a imaginar una historia para venderla en forma de guión. Imagina unos personajes que vagamente imitan los de su realidad: el doctor Díaz Grey se basa, más o menos, en él mismo (pero Díaz Grey lleva en general una mejor vida); Elena Sala se basa, más o menos, en Gertrudis (pero Elena Sala tiene los pechos enteros, y el doctor lo constata en la primera consulta que tienen). Esos personajes y la realidad que los rodea viven y se mueven en una ciudad inventada para ellos: Santa María, la gran creación de Onetti, su Macondo o su Comala. Pero el asunto es que el guión nunca llega a existir. En lugar de escribir la historia, Brausen huye hacia la ciudad, se instala en ella como su creador, a tal punto que los habitantes de Santa María erigen una estatua al fundador Brausen, y el doctor Díaz Grey llega a invocar su nombre en sus oraciones: “Brausen mío”.
La vida breve es un fascinante inventario de imposturas. Brausen llega a su casa una noche cualquiera, se pone a dibujar el mapa de esa ciudad que ha inventado, y es imposible no pensar en Faulkner, que también tenía un mapa de su ficticio condado de Yoknapatawpha. Pero ahí están también la Mami y el viejo Levoir, que suelen poner un mapa de París sobre la mesa para imaginarse citas de amor en esas calles pintadas. Es que todos en la novela añoran una realidad distinta. Lo curioso de La vida breve es que el mundo allí inventado invade el mundo real, le da forma y, como todas las grandes ficciones, acaba por superarlo. Aunque uno quede, como he quedado yo, agotado en el proceso.

14.8.09

ÓSCAR BUSTOS O LA VITALIDAD DE LOS DERROTADOS

Jorge Luis Borges pone en boca de un personaje,de uno de sus inolvidables cuentos, que el periodista escribe para el olvido; y se debe escribir para la memoria y el tiempo.En las "Crónicas de guerras y guerreros", Óscar Bustos escribe sus crónicas para desdecir a Borges con esa sentencia. Porque antes que periodista, Óscar es un escritor prestado a las contingencias del periodismo, donde él no acude a esa simplificación maniquea tan en boga de los medios. Además, él sí que sabe de estos: los ha trasegado, los ha vivido, pero también en su fuero por buscar la noticia, los ha trabajado y cómo los ha sufrido. Porque es un baquiano luchador que debe librar otras justas para que se le extienda un poco más la nota que precisa, condensando un retazo de la realidad y la palabra verdad perviva en la memoria que exige Borges.
Ha sido un trabajador infatigable del lenguaje, que en él ha hecho de la palabra un ejercicio trascendente y vital. Por eso sus textos están matizados en una permanente búsqueda estética y se quiere del buen decir; del escribir bien como mandaban los antiguos cronistas, los mismos que hicieron un género literario, hoy arrinconado en el olvido en los periódicos como un rara avis entre tanto texto de andanzas de memorialistas criminales como faranduleros, escuetos y vanos que nos ofrecen cada día como lo último, cada instante. También, en sus crónicas, uno se encuentra con un país fragmentado; un país urbano lastimoso pero digno, enfrentado a un país rural atravesado por los disparos de tantos ejércitos en contienda sangrienta de esa espiral histórica de la violencia endémica que no hace palpitar esa otra palabra,
que por culpa de su uso ha perdido el brillo y la limpieza que denota: paz.
Óscar Bustos, el cronista, de la mano de su prosa rápida y envolvente nos cuenta el país de las ciudades; se explaya en las descripciones de los campos como un fragor más de las batallas, con un ritmo que quiere parecerse al latido del corazón de la historia, ya sea de la experiencia de las derrotas y triunfos de un payaso jubilado; ya sea de los cruces urgentes de los raponeros frecuentes de San Victorino; ya sea de los desplazados, pues con ellos va construyendo su propio imaginario. Ya es tiempo de que se cuenten las historia de los derrotados, de los fracasados,que se encuentran hoy en baja estima. Ellos, como los triunfadores, también tienen derecho a la vitalidad de sus derrotas. Creo que con Óscar Bustos, éstos personajes están muy bien contados y van a ser vigentes en el tiempo y a permanecer en la memoria como deseaba Borges.

Lanzamiento: Feria del Libro de Bogotá. Auditorio Madre Josefa del Castillo. Sábado 15. 1.pm. Organiza Sociedad de la Imaginación.

http://www.oscarbustos.com http://mislecturascontrariadas.blogspot.com/

15.7.09

El astillero de Onetti




Alfonso Carvajal
El pasado 1 de julio se cumplieron los cien años del nacimiento de Juan Carlos Onetti, un autor que cautivó a varias generaciones por su rara y lánguida literatura, por su densidad que lo emparentó con los orígenes primarios del existencialismo, un escepticismo digno del más solitario de los hombres, y sobre todo, por sumergirnos con sórdida lucidez en los terrenos harto difíciles de la ficción. La creación de una ciudad que es espejismo y realidad a la vez, producto de la magia de la palabra: Santa María, es la gran invención del escritor uruguayo. Seguramente situada en las márgenes de la banda oriental del río de La Plata, la ciudad imaginada, es la elucubración de una honda elaboración formal, de la búsqueda de un tono y ritmo esenciales, que tras experimentar una y otra vez, en novelas magníficas e imperfectas, en cuentos inolvidables, asechado por la gloria y el fracaso, plasman con ruda certeza su empedrado literario.
Volví a leer El astillero, una de las novelas que más encarna y esculpe el férreo y triste mundo onettiano: "Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si fuese mía, como si solo a mí me hubiera tocado y como si la llevara adentro y quién sabe hasta cuándo". Inmerso en sus ambientes herméticos, de relámpagos grises y lascivas imágenes, admiré sus paisajes interiores atravesados por aires de tangos primigenios, en el cual la tragedia alcanza cimas insospechadas: "Pudo verse, por segundos, en un lugar único del tiempo; a una edad, en un sitio, con un pasado. Era como si acabara de morir, como si el resto no pudiera ser más que memoria, experiencia, astucia, pálida curiosidad".
Y uno de sus alter ego, Larsen, ya viejo, conciente de su decadencia, nos pasea fumando su agonía por un mundo irreal -a la manera de Kafka donde la literatura y la vida son un ensayo en tensión-, un astillero habitado por sobrevivientes, fantasmas, que de la mano de la ficción de un demiurgo nos hablan desde una desesperanza infinita. Seres que extraviados en las páginas de un libro tienen una oportunidad más. Cruzado el laberinto nos esperan el poder, la miseria, el erotismo: "Se hizo desnudar y continuó exigiendo el silencio durante toda la noche, mientras reconocía la hermandad de la carne y de la sencillez ansiosa de la mujer".No importa que no existan, están entre nosotros, más vivos que otros vivos, rasgándose el alma nos hablan, su voces "en un camino de limaduras de plata... exigían un hombre". Santa María es la patria de la utopía hecha lenguaje y Onetti su idóneo escultor.

10.7.09

'Los ejércitos'

Enrique Santos Molano

"Lo que pasa con Evelio es que no es mediático", me dijo una linda e inteligente periodista cuando estábamos comentando la novela 'Los Ejércitos', ganadora del Premio TusQuets de novela (2007), y calificada por 'The Independent', de Londres, como la mejor novela extranjera traducida al inglés.
Supongo que esto de 'no ser mediático' significa carecer de los atributos externos al intelecto necesarios para figurar en las páginas sociales de los periódicos, en las notas y entrevistas de la cultura 'light' y farandulera con que los medios de hoy entretienen a sus lectores, en las fáciles y veloces apariciones en televisión, etc. Desde mediados del siglo pasado, los escritores se debaten entre escribir o figurar y la mayoría de ellos se ha dedicado a lo segundo, a ser mediáticos. Me imagino que León Tolstói, si hubiera nacido ochenta años después, jamás habría escrito 'Guerra y paz'; en cambio, asesorado por un buen agente literario, Tolstói sería un huésped permanente de los medios. O bien, dedicado a escribir 'Guerra y paz', hubiese corrido, como Evelio Rosero, el riesgo de no ser mediático.
'Los Ejércitos' (2007), con independencia de los premios o de los elogios que ha merecido, es una de las grandes novelas mundiales publicadas en esta primera y ya agonizante década del siglo XXI. Su autor, Evelio Rosero, trajina en la literatura desde los años 80, en que publicó 'Ausentes' (1982), premio nacional de cuento de la gobernación del Quindío, y enseguida la hermosa trilogía de novelas 'Primera vez', compuesta por 'Mateo Solo' (1984), 'Juliana los mira' (1986) y 'El incendiado' (1988). La novela 'Plutón' (Espasa-Calpe, 2000) es, semejante a 'Los Ejércitos', una obra maestra, que acierta a desentrañar la complejidad de la vida contemporánea, arruinada por diversos factores que se entretejen: el narcotráfico, la corrupción, la violencia urbana y la infidelidad conyugal.
Evelio Rosero posee el secreto, vital para un novelista, de crear atmósferas. En 'Los Ejércitos' no le basta plantear el enfrentamiento de 'los actores del conflicto', como los ha catalogado el conocido eufemismo. Desenmaraña las causas y los efectos de ese conflicto sangriento y diabólico en el que ángeles y demonios exterminadores acaban con las ilusiones sencillas, los sueños simples, las libidinosidades inocentes y la vida física de un pueblo.
Sin que se dé cuenta, el lector es conducido de un mundo entre risueño y monótono a una estremecedora tragedia griega. Una atmósfera de horror va envolviendo, al paso de las páginas, a los personajes del libro, y al lector con ellos. La sutileza con la que se van esparciendo los vapores venenosos de la violencia no atenúa, por el contrario, intensifica el espanto de una realidad que supera toda ficción.
Nadie que lea el párrafo introductorio de la novela, "Y era así: en casa del brasilero las guacamayas reían todo el tiempo; yo la oía, desde el muro del huerto de mi casa, subido en la escalera, recogiendo mis naranjas, arrojándolas al gran cesto de palma; de vez en cuando sentía a las espaldas que los tres gatos me observaban trepados cada uno en los almendros, ¿qué me decían?, nada, sin entenderlos. Más atrás mi mujer daba de comer a los peces en el estanque: así envejecíamos, ella y yo, los peces y los gatos, pero mi mujer y los gatos, ¿que me decían? Nada, sin entenderlos", nadie imaginará que ese profesor Ismael , ya en edad de jubilación, que además de recoger sus naranjas en el huerto, distrae la vista en la contemplación gozosa y nostálgica del noble espectáculo que su bella vecina Geraldina, la esposa del brasilero, le brinda "completamente desnuda, tumbada bocabajo en la roja colcha floreada", terminará, junto con su mujer y la hermosa vecina desnuda y los tres gatos y los peces y el pueblo entero, metido en el berenjenal sanguinario que arman los ejércitos de ángeles y demonios exterminadores, de soldados, de guerrilleros y de paramilitares, de señores del narcotráfico, que en defensa cada uno de sus "principios", defensa a sangre y fuego, no se destruyen entre ellos, sino que asuelan y hacen polvo una población de gentes sencillas, comunes y corrientes, que llevaban una vida tranquila antes de que irrumpieran los ejércitos para protegerlos.
Este resumen no dice mucho, ni podría hacerlo, de la prodigiosa habilidad de Evelio Rosero en el manejo psicológico de sus personajes y de las situaciones que van creando la atmósfera letal de 'Los Ejércitos'. Esa sensación no es transferible desde una columna de periódico, y sólo en las páginas del libro la experimentará el lector en toda su intensidad dramática. "Lo que pasa con Evelio es que no es mediático." Es el mejor elogio que he oído acerca de un gran escritor en nuestros días.


fuente:http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas

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27.6.09

Como una novela del XIX


El húngaro Miklós Bánffy retrata la decadencia del imperio y a una aristocracia que se asoma al abismo de su disolución
Darío Jaramillo Agudelo

Entre las constantes que se repiten en la novela del siglo XIX están el adulterio y el papel de los juegos de azar -las cartas, las ruletas, los casinos- en los desarrollos argumentales de las novelas. Del adulterio, los ejemplos cumbres acaso son Madame Bovary y Anna Karenina. Pero no son los únicos. Está, también, entre muchas, El primo Basilio, de Eça de Queiroz, y las simpares Fortunata y Jacinta y La Regenta. En cuanto al vicio de juego, la arquetípica es El jugador, de Dostoievski, punta de iceberg en donde pueden citarse obras de muchos autores, los más grandes entre ellos, como Dickens y Tolstói.
Por la identidad con estos temas novecentistas, Los días contados (1934) parece una buena, una excelente novela del siglo anterior. Cada día me convenzo más de que las mejores novelas del siglo veinte son las que más se asemejan a las del diecinueve. Entre ellas, Vida y destino, de Grossman, o El Gatopardo, de Lampedusa, esta última frecuentemente comparada con Los días contados, que apenas ahora ha sido traducida al castellano desde el húngaro original.

Los dos principales personajes masculinos de Los días contados sostienen apasionados -y, al final, correspondidos- romances con mujeres casadas. Y el demonio de uno de ellos está en el casino, en donde perderá mucho más de lo que tiene.

No se detienen en estos dos temas las afinidades de Los días contados con la narrativa del siglo anterior. Una de las principales cualidades de las novelas del siglo XIX, si no la mayor, consiste en esa capacidad para envolver al lector con la narración, de modo que queda literalmente atrapado en la fluidez de la prosa, en el suspenso de la historia, inclusive en la belleza de las descripciones. Quien inicie la lectura está enganchado en una doble y eficaz y deliciosa trampa: uno no puede parar de leer y, a la vez, no quisiera que el libro se acabara.

En particular con Tolstói hay otras afinidades: el retrato de una aristocracia decadente que, sin saberlo, se asoma al abismo de su disolución en medio de una vida social intensa, llena de fiestas, de bailes, de derroches. Y que, si participa en política, es en los intervalos de sus frivolidades vividas en la inconsciencia de lo que se les viene encima: "Para convocar el Parlamento..., en verano había que tener en cuenta la caza de la perdiz, en septiembre la del ciervo, a principios del invierno la del faisán y en la primavera los días de carrera, para poder intercalar las asambleas entre estos acontecimientos. Cuando acababan las carreras de Budapest, comenzaba la temporada de derbis en Viena, que atraía a mucha gente. Por tal razón, se descartaba esa época del año para organizar eventos importantes". Por contraste con esta vida muelle, el principal personaje de Los días contados, Bálint Abády, mantiene viva la llama de la justicia que, en su caso, como en el del protagonista de Resurrección, la formidable novela de Tolstói, consiste en atender sus propiedades con planes que favorecen a quienes, no por eso, dejarán de ser sus siervos.

El momento de las historias que se relatan en Los días contados es el comienzo del siglo XX. La amalgama de naciones -y de idiomas y culturas- que forman el Imperio austrohúngaro no logra cuajarse. Las fronteras políticas no siempre coinciden con algún tipo de conciencia común de las nacionalidades; y lograrlo es imposible porque en todas partes hay minorías. La aristocracia transilvana es preponderantemente húngara, mientras la mayoría de la población es rumana. Los intereses de la capital imperial, sita en Viena, no siempre van en la misma dirección que los valores serbios o húngaros o rumanos. Finalmente la situación reventará con el asesinato del heredero de la corona y el estallido de la Gran Guerra. Pero Los días contados no llega hasta ese momento; habrá qué esperar la traducción de otras novelas Bánffy, ese clásico moderno de las letras húngaras, que desde ya anuncia Libros del Asteroide.

Bánffy nació en Kolozsvár, la capital de Transilvania -hoy Cluj-Napoca, Rumania-, el 30 de diciembre de 1873. Pertenecía a la nobleza húngara. Fue diplomático y político -como Bálint Abády, el protagonista de Los días contados- y llegó a ser ministro de relaciones exteriores de su país en 1921. Publicó novelas y obras de teatro, pero el advenimiento de los regímenes comunistas relegó sus libros a un ostracismo que tan sólo terminó hace muy pocos años con las primeras traducciones de su obra al inglés y al francés. Bánffy murió el 6 de julio de 1950.



elpais.com/cultura/babelia

26.6.09

Está bien: hablemos de la muerte del libro


La muestra de Amazon del libro electrónico.

Juan Gabriel Vásquez

EL OTRO DÍA TUVE LA ENÉSIMA discusión que he tenido, en estos tiempos de E-books y Readers, sobre la muerte del libro, y la verdad es que el asunto ya comienza a cansarme.
Como tantos otros debates tanatológicos (la muerte de la novela, la muerte de la ópera, la muerte de la pintura figurativa), éste tiene un vicio que lo condena desde el comienzo: las dos partes están hablando de cosas distintas. Cuando alguien sostiene que la maravillosa invención del libro electrónico traerá el fin del libro en papel, no está pensando en el mismo libro en papel que tiene en mente un lector de literatura cuando sostiene lo contrario. La razón es simple: no lo usan para las mismas cosas.

Sí, sí: ya sé que el libro electrónico tiene sus ventajas. Ya sé que los tomos del diccionario de Rufino José Cuervo, que en mi biblioteca ocupan más de un metro de estantería, cabrán en uno solo de esos libritos; ya sé que un editor que tiene que revisar tres o cuatro manuscritos en un fin de semana se llevará un E-book a la casa, en lugar de 1.200 páginas encuadernadas. Pero los entusiastas de la muerte del libro parecen empeñados no en traernos estas pruebas fáciles, sino en probar que también Crimen y castigo y Austerlitz serán mejor leídos en las pantallas asépticas del nuevo bebé informático. Es como si la literatura se hubiera vuelto la enemiga número uno de esta secta tecnológica: no descansarán hasta que la última novela en papel haya desaparecido de la faz de la Tierra. Eso, nos dicen, es el progreso.

Y el tema es que el libro no puede progresar: como la rueda o la pala, tiene el mal gusto de ser perfecto. Hay cosas que han cambiado, como las técnicas de impresión y la manera en que se cose el lomo, pero en esencia el último libro publicado ayer no es diferente de la Biblia aquella del viejo Gutenberg. Esto, claro, tiene una consecuencia importante: el libro es duradero. Hoy podemos leer esa Biblia, y eso, para los fabricantes de libros electrónicos, es terrible: es lo contrario del negocio. Su producto tiene que ser reemplazable dos años después por uno mejor, una nueva generación; tiene que ser susceptible de dañarse (si le entra agua o arena, si alguien le pone encima algo pesado); tiene que caducar. El libro en papel, ese aguafiestas, no caduca. No se daña. Apenas si se desgasta.

Pero no es cuestión de romanticismos o nostalgias. Para mí no hay nada tan práctico como la utilidad de mis notas en tres colores: cada color me sirve para un proyecto distinto. El tipo de papel y de letra me hablan del gusto del editor, que habla de la calidad del libro. Luego hay cosas más indemostrables, sí: los lectores de literatura, por ejemplo, se relacionan con el grosor de una novela de maneras particulares. Comprobar con las manos y los ojos que la escena más importante de una novela ocurre a la mitad, o que un motivo que encontramos cuando hemos leído una cuarta parte se corresponde con otro que hay cuando nos falta una cuarta parte para el final, nos dan informaciones acerca del libro que un lector de textos técnicos no entiende muy bien. Nos dan idea de su forma y su arquitectura, y el solo hecho de que una novela tenga arquitectura y forma despierta desconfianza en quienes no leen novelas.

Que suelen ser los que fabrican los libros electrónicos.

Es que así es muy difícil.



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Selva y bosque de canela



Por: Carolina Sanín

El lector de El país de la canela, la novela de William Ospina premiada con el Rómulo Gallegos, se siente sobrecogido ante el ritmo constante de la narración; ante su pulso seguro y vigoroso; ante el logo potente que traduce el río y la selva, los animales nuevos, los seres fantásticos, las heridas y las muertes, y que, con el dominio de una retórica invencible y de una poesía castellana bellamente clásica, circunscribe el drama de un viaje condenado.
Pero también puede sentirse contrariado por tanto rigor, por la ambición panorámica de la descripción e, incluso, por la inteligencia arrolladora del autor; después de todo, el asunto del libro es una expedición alucinada a través de la noche de la selva amazónica, a través del gran espacio abierto que es principio y fin del mundo, y su trasunto es la desembocadura de una realidad en otra: la cifra de la identidad latinoamericana transida de inefabilidad, traspasada por la violencia y el sueño, extraviada en la cronología de la historia. En esa medida, el lector echa de menos un silencio o un susurro que oponga resistencia a la arquitectura de la obra.

El país de la canela está narrada en primera persona por un mestizo que, en busca de la herencia que le ha legado su padre, se suma a la accidentada expedición de Pizarro y Orellana hacia una de las versiones de El Dorado: un bosque de árboles de canela en la maraña del Nuevo Mundo. En lugar del tesoro de uniformidad que buscaba, encuentra la variedad de la Selva Amazónica y, en ella, los límites de su cuerpo y de su voluntad. En lugar del padre, encuentra a la madre. En lugar de salir al bosque de canela sale al mar, y emprende entonces el camino a Roma, donde recupera el otro cabo del ovillo de su discurso: los descubrimientos intelectuales del Renacimiento y la Baja Edad Media que hicieron posible la aventura americana. Magistralmente, Ospina ubica en la bisagra entre los dos mundos la noticia sobre las guerreras amazonas, cuya aparición convierte a América en el pasado mítico de Europa.

El hecho de que la primera persona del conquistador /conquistado parezca haber estudiado historia, historia del arte, teoría literaria y antropología en el siglo XXI es criticable sólo superficialmente. La atemporalidad del punto de vista hace pensar en El país de la canela como un objeto mágicamente superpuesto a la historia; como una incursión real del presente en el pasado. Ahora bien; volviendo al principio, el libro es sobre la selva, pero la forma de su discurso es el uniforme bosque de canela. Ésta no es una crítica negativa. Es más bien la evidencia de que el texto se entiende tan bien a sí mismo que la vitalidad de su intención desborda su método e incluso su lengua.



elespectador.com

21.2.09

Leer es dejar de ser



Por: Esteban Carlos Mejía*

CUANDO ESTÁ CANSADA DE VERAS, invito a Isabel Barragán a tomar el algo en el café Le Gris, de Oviedo, que se llama así en honor a Leo Le Gris, uno de los seudónimos (¿o heterónimos?) del poeta León de Greiff.
La veo ojerosa, no lánguida ni escurrida, ojerosita. “Estoy exhausta”, dice y, al instante, yo, malpensado, pienso en su marido, ganadero de nueva generación. “No, no es eso”, dice. “Trabajar, cansa”. Me atropellan, entonces, algunos versos de Lavorare stanca, de Cesare Pavese: “Los dos, tendidos sobre la hierba, vestidos, se miran a la cara / entre los tallos delgados: la mujer le muerde los cabellos / y después muerde la hierba. Entre la hierba, sonríe turbada”. O sea, casi como nosotros pero sin tanto yerbajo.

“Estoy leyendo unos mamotretos de filosofía que me prestó un colega, el profesor García Barrientos”. “¿Filosofía?”, digo. “Antropología filosófica o filosofía antropológica, aún no sé bien. Peter Sloterdijk, puro pensamiento de vanguardia. “Habla de burbujas, espumas, esferas…”. Me quedo embelesado. Ella dice “esferas” y yo, pese a que lo intento, no puedo dejar de atisbar su busto perfecto, Dios me perdone. “¿Leer te cansa?” “Jamás”, dice. “Pero laborar, sí”. Revuelve la espuma del capuchino y, sin previo aviso, arremete contra la enseñanza de la lectura en el bachillerato. “Hacen leer a la brava. Imagínate, un placer y lo vuelven obligatorio… ¿Acaso no saben que leer es dejar de ser?”. Trato de captar la idea. “Leer es dejar de ser”. Sonríe y dice: “Al leer, dejamos de ser lo que somos para convertirnos en lo que leemos. Por ejemplo, cuando leo Cien años de soledad siempre me siento Remedios, la bella”. Oh, embeleso el mío: la imagino entre los alacranes del baño de la casa de Úrsula Iguarán, desnuda, lejana, cándida, con la espalda sin enjabonar. “A mí también me gustaría subir al cielo en cuerpo y alma”, dice. Me alarmo: “¿Tenés fiebre o qué?”

Se encoge de hombros. “¿Por qué unas personas leen y otras no? Conozco señoras, ejecutivas de mercadeo, empollonas, felices de no haberse leído un libro en sus puercas vidas, ¡ni uno solo!”. “Patético”, digo. “Y, al contrario, he visto peladitos de veinte años que como trombas se devoran los seis volúmenes de The second world war, de Winston Churchill, ese exótico Nobel de párrafos versátiles y monotemáticos, densos y sagaces. No entiendo, la verdad. ¿Será el mito de Pigmalión? ¿Se obtiene lo que se desea?” El que no entiende soy yo. “Desean que la gente lea poquito y, a cambio, obtienen televidentes adictos”, dice. “En gustos no hay disgustos”, digo, pero Isabel está de mal genio. “Claro, pendejo, por eso estamos como estamos”. Se va sin despedirse. Y yo que quería leerle el final del poema de Pavese, “…aquel cuerpo de mujer que hará suyo / será, lujurioso y sin pudor alguno, el de ella”.

~~~
Rabito de paja: Andrés Felipe Arias, also known as Uribito, dice que quiere ir de Carimagua a la Casa de Nariño, del desastre agrario a la Presidencia. ¡Mera hecatombe, papá!


*Autor de I love me putamente. Novela que hace parte de una trilogía.

15.1.09

UN AMIGO LECTOR ME PREGUNTA...


Hola Marcelo:
Tu que lo sabes todo, me puedes recomendar, mejor, hablar sobre Jonathan Littell. el ganador del Goncourt con una novela gigante llamada Las benévolas. ¿Si vale la pena leerlo? tengo un problema es que yo me creo todo lo que dicen los comentarios y muchas veces el resultado no es el que me esperaba. Que vaina! Deberían regular eso, como publicista que soy, creo que están faltando a la Etica al promocionar un producto, qué mentiras.
Ayúdeme,
Un abrazo,
Mauricio.




Querido Mauricio:

Primero aclararle que yo no me las sé todas; segundo, que trato de saberlas, es otra cosa...Pues, su pregunta me dio pie para buscar en google(este si se las sabe todas!) y encontré sobre el escritor que me pregunta, le copio un blog que más o menos informa:

http://thekankel.blogspot.com/2006/09/jonathan-littell-revelacin-en-francia.html

Ahora, como premisa básica personal,yo voy a los tanteos con los libros. Me valgo mucho del voz a voz. Radiobemba dicen en nuestro mágico Caribe. Nunca me he dejado guiar por los betseller's como tales(en mis inicios como novel lector por esa época, estaba en el ambiente Cien años de soledad, como un verdadero fenómeno de betseller y ese libro tuvo que esperarme ocho años para yo llegar a leerlo) y tampoco guio mis lecturas por los listados, que son enteramente comerciales, ¡Oh! Las editoriales y su mercadeo! Ahorita mismo en España se vive un fenómeno editorial con la novela de Ruíz Zafón, que indaga sobre ese pasado de la guerra civil española, que es un karma para todos los españoles, y vendió en los primeros días la bicoca de 300mil ejemplares(este podría ser un tema para una novela de indagación del texto en el texto con los con-textos sociales de un texto; pero ahora me acuerdo que esto en la literatura, ya se hizo, desde Don Quijote, con el padre de la novela, Don Miguel de Cervantes, y no es nada nuevo.)

Aquí cabría otro listado sobre los escritores que conviven su concepción de narrativa, con los temas que tienen que ver con su propia teorización del texto que tienen en obra, y se ha vuelto hoy una especie de moda. Creo que hay un escritor casi profesionalizado en este aspecto Vila-Matas, si no estoy mal informado.

Pero volviendo a su angustiada pregunta, y la ética, es que esos libracos, tan gordos, de pronto valgan la pena solo como para trancar puertas en desnivel( con nobles excepciones como por ejemplo 2666, Los detectives salvajes, y Paradiso, y Rayuela, y Noticias del imperio, y el mismo Don Quijote) y paro de textos tan voluminosos y supuestamente pesados y llenos de páginas, con apretada letra menudita( me acuerdo ahora del Ulises, y de ese libro que a usted le fascina, que es una saga de libros: En busca del tiempo perdido.)Recuerdo ahorita un personaje escritor de Rubem Fonseca, que reflexiona sobre la literatura diciendo que un gran libro puede ser la guía de teléfonos!

Pero ya, en serio y sobre su pregunta esencial sobre la ética, es que hay que ir por los libros que superen una generación como mínimo.Y a propósito de generaciones. Vivo con alegría cómo se está leyendo a un contemporáneo nuestro(me refiero a la edad cronológica) Andrés Caicedo, se está leyendo con furor entre los jóvenes más jóvenes, y ya supera una generación su libro cuasi póstumo: Qué viva la música.

Borges se llenaba la boca diciendo que él felizmente no le debía nada a sus contemporáneos. Y le doy toda la razón porque él sólo se preocupó de los eternos temas, y lo hizo con toda la ética.Se le hacía abominable la publicación como la cópula y los espejos porque hacen proliferar los libros y la gente!

Así, pues, a esperar que el tiempo decante los libros...
Un feliz año literario de lecturas, escrituras, y por supuesto de
muchos libros, sean o no betseller's...
Un abrazo
Marcelo


13.1.09

LOS LIBROS QUE LEÍ ENTERAMENTE EN EL 2008




Es una lista arbitraria y ecléctica, como toda selección. Se hace como un registro anual estadístico de lecturas, las cuales siguen siendo mejor las relecturas.

La ciudad ausente de Ricardo Piglia /Suraméricana
Tal día como hoy de Peter Stamm /Acantilado
El tren nocturno de Martín Amis /Anagrama
Más allá, a la derecha de Fred Vargas /Siruela
El pasado de Alan Pauls /Anagrama
La historia del llanto de Alan Pauls /Anagrama
La ley de la ferocidad de Pablo Ramos /Alfaguara
Ciencias morales de Martín Kohan /Anagrama
Ella y las mujeres de Rubem Fonseca /Norma
Los días de la cuaresma de Leonardo Padura Fuentes /Tusquets
Mascárada de Leonardo Padura Fuentes /Tusquets
Crímenes imperceptibles de Guillermo Martínez /RB
La muerte lenta de Luciana B. de Guillermo Martínez /RB
I love me putamente de Carlos Estéban Mejía /Norma
Sexgirls de Mario González Restrepo /Norma
Todo pasa pronto de Juan David Correa Ulloa /Alfaguara
Sálvame, Joe Louis de Andrés Felipe Solano /Alfaguara
Lara de Nahum Montt /Alfaguara
Proyecto piel de Julio César Londoño /Planeta


Relecturas…
( veces de lecturas)
El eskimal y la mariposa de Nahum Montt (2) /IDCT
Los detectives salvajes de Roberto Bolaño (3) /Anagrama
2666 de Roberto Bolaño(3) /Anagrama
Pedro Páramo de Juan Rulfo (23) /FCE
Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (24) /Suraméricana
Sin remedio de Antonio Caballero (3) /Oveja Negra
Los parientes de Esther de Luis Fayad (2) /Oveja Negra
El caso Morel de Rubem Fonseca(4) /Bruguera
El gran arte de Rubem Fonseca(9) /Oveja Negra
La insoportable levedad del ser de Milan Kundera (10) /Tusquets
El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera(6) /Tusquets
Los sonámbulos de Hermann Broch (3) /Debolsillo
Y por supuesto, el autor para los escritores:
Jorge Luis Borges /Emecé