27.6.09

Como una novela del XIX


El húngaro Miklós Bánffy retrata la decadencia del imperio y a una aristocracia que se asoma al abismo de su disolución
Darío Jaramillo Agudelo

Entre las constantes que se repiten en la novela del siglo XIX están el adulterio y el papel de los juegos de azar -las cartas, las ruletas, los casinos- en los desarrollos argumentales de las novelas. Del adulterio, los ejemplos cumbres acaso son Madame Bovary y Anna Karenina. Pero no son los únicos. Está, también, entre muchas, El primo Basilio, de Eça de Queiroz, y las simpares Fortunata y Jacinta y La Regenta. En cuanto al vicio de juego, la arquetípica es El jugador, de Dostoievski, punta de iceberg en donde pueden citarse obras de muchos autores, los más grandes entre ellos, como Dickens y Tolstói.
Por la identidad con estos temas novecentistas, Los días contados (1934) parece una buena, una excelente novela del siglo anterior. Cada día me convenzo más de que las mejores novelas del siglo veinte son las que más se asemejan a las del diecinueve. Entre ellas, Vida y destino, de Grossman, o El Gatopardo, de Lampedusa, esta última frecuentemente comparada con Los días contados, que apenas ahora ha sido traducida al castellano desde el húngaro original.

Los dos principales personajes masculinos de Los días contados sostienen apasionados -y, al final, correspondidos- romances con mujeres casadas. Y el demonio de uno de ellos está en el casino, en donde perderá mucho más de lo que tiene.

No se detienen en estos dos temas las afinidades de Los días contados con la narrativa del siglo anterior. Una de las principales cualidades de las novelas del siglo XIX, si no la mayor, consiste en esa capacidad para envolver al lector con la narración, de modo que queda literalmente atrapado en la fluidez de la prosa, en el suspenso de la historia, inclusive en la belleza de las descripciones. Quien inicie la lectura está enganchado en una doble y eficaz y deliciosa trampa: uno no puede parar de leer y, a la vez, no quisiera que el libro se acabara.

En particular con Tolstói hay otras afinidades: el retrato de una aristocracia decadente que, sin saberlo, se asoma al abismo de su disolución en medio de una vida social intensa, llena de fiestas, de bailes, de derroches. Y que, si participa en política, es en los intervalos de sus frivolidades vividas en la inconsciencia de lo que se les viene encima: "Para convocar el Parlamento..., en verano había que tener en cuenta la caza de la perdiz, en septiembre la del ciervo, a principios del invierno la del faisán y en la primavera los días de carrera, para poder intercalar las asambleas entre estos acontecimientos. Cuando acababan las carreras de Budapest, comenzaba la temporada de derbis en Viena, que atraía a mucha gente. Por tal razón, se descartaba esa época del año para organizar eventos importantes". Por contraste con esta vida muelle, el principal personaje de Los días contados, Bálint Abády, mantiene viva la llama de la justicia que, en su caso, como en el del protagonista de Resurrección, la formidable novela de Tolstói, consiste en atender sus propiedades con planes que favorecen a quienes, no por eso, dejarán de ser sus siervos.

El momento de las historias que se relatan en Los días contados es el comienzo del siglo XX. La amalgama de naciones -y de idiomas y culturas- que forman el Imperio austrohúngaro no logra cuajarse. Las fronteras políticas no siempre coinciden con algún tipo de conciencia común de las nacionalidades; y lograrlo es imposible porque en todas partes hay minorías. La aristocracia transilvana es preponderantemente húngara, mientras la mayoría de la población es rumana. Los intereses de la capital imperial, sita en Viena, no siempre van en la misma dirección que los valores serbios o húngaros o rumanos. Finalmente la situación reventará con el asesinato del heredero de la corona y el estallido de la Gran Guerra. Pero Los días contados no llega hasta ese momento; habrá qué esperar la traducción de otras novelas Bánffy, ese clásico moderno de las letras húngaras, que desde ya anuncia Libros del Asteroide.

Bánffy nació en Kolozsvár, la capital de Transilvania -hoy Cluj-Napoca, Rumania-, el 30 de diciembre de 1873. Pertenecía a la nobleza húngara. Fue diplomático y político -como Bálint Abády, el protagonista de Los días contados- y llegó a ser ministro de relaciones exteriores de su país en 1921. Publicó novelas y obras de teatro, pero el advenimiento de los regímenes comunistas relegó sus libros a un ostracismo que tan sólo terminó hace muy pocos años con las primeras traducciones de su obra al inglés y al francés. Bánffy murió el 6 de julio de 1950.



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26.6.09

Está bien: hablemos de la muerte del libro


La muestra de Amazon del libro electrónico.

Juan Gabriel Vásquez

EL OTRO DÍA TUVE LA ENÉSIMA discusión que he tenido, en estos tiempos de E-books y Readers, sobre la muerte del libro, y la verdad es que el asunto ya comienza a cansarme.
Como tantos otros debates tanatológicos (la muerte de la novela, la muerte de la ópera, la muerte de la pintura figurativa), éste tiene un vicio que lo condena desde el comienzo: las dos partes están hablando de cosas distintas. Cuando alguien sostiene que la maravillosa invención del libro electrónico traerá el fin del libro en papel, no está pensando en el mismo libro en papel que tiene en mente un lector de literatura cuando sostiene lo contrario. La razón es simple: no lo usan para las mismas cosas.

Sí, sí: ya sé que el libro electrónico tiene sus ventajas. Ya sé que los tomos del diccionario de Rufino José Cuervo, que en mi biblioteca ocupan más de un metro de estantería, cabrán en uno solo de esos libritos; ya sé que un editor que tiene que revisar tres o cuatro manuscritos en un fin de semana se llevará un E-book a la casa, en lugar de 1.200 páginas encuadernadas. Pero los entusiastas de la muerte del libro parecen empeñados no en traernos estas pruebas fáciles, sino en probar que también Crimen y castigo y Austerlitz serán mejor leídos en las pantallas asépticas del nuevo bebé informático. Es como si la literatura se hubiera vuelto la enemiga número uno de esta secta tecnológica: no descansarán hasta que la última novela en papel haya desaparecido de la faz de la Tierra. Eso, nos dicen, es el progreso.

Y el tema es que el libro no puede progresar: como la rueda o la pala, tiene el mal gusto de ser perfecto. Hay cosas que han cambiado, como las técnicas de impresión y la manera en que se cose el lomo, pero en esencia el último libro publicado ayer no es diferente de la Biblia aquella del viejo Gutenberg. Esto, claro, tiene una consecuencia importante: el libro es duradero. Hoy podemos leer esa Biblia, y eso, para los fabricantes de libros electrónicos, es terrible: es lo contrario del negocio. Su producto tiene que ser reemplazable dos años después por uno mejor, una nueva generación; tiene que ser susceptible de dañarse (si le entra agua o arena, si alguien le pone encima algo pesado); tiene que caducar. El libro en papel, ese aguafiestas, no caduca. No se daña. Apenas si se desgasta.

Pero no es cuestión de romanticismos o nostalgias. Para mí no hay nada tan práctico como la utilidad de mis notas en tres colores: cada color me sirve para un proyecto distinto. El tipo de papel y de letra me hablan del gusto del editor, que habla de la calidad del libro. Luego hay cosas más indemostrables, sí: los lectores de literatura, por ejemplo, se relacionan con el grosor de una novela de maneras particulares. Comprobar con las manos y los ojos que la escena más importante de una novela ocurre a la mitad, o que un motivo que encontramos cuando hemos leído una cuarta parte se corresponde con otro que hay cuando nos falta una cuarta parte para el final, nos dan informaciones acerca del libro que un lector de textos técnicos no entiende muy bien. Nos dan idea de su forma y su arquitectura, y el solo hecho de que una novela tenga arquitectura y forma despierta desconfianza en quienes no leen novelas.

Que suelen ser los que fabrican los libros electrónicos.

Es que así es muy difícil.



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Selva y bosque de canela



Por: Carolina Sanín

El lector de El país de la canela, la novela de William Ospina premiada con el Rómulo Gallegos, se siente sobrecogido ante el ritmo constante de la narración; ante su pulso seguro y vigoroso; ante el logo potente que traduce el río y la selva, los animales nuevos, los seres fantásticos, las heridas y las muertes, y que, con el dominio de una retórica invencible y de una poesía castellana bellamente clásica, circunscribe el drama de un viaje condenado.
Pero también puede sentirse contrariado por tanto rigor, por la ambición panorámica de la descripción e, incluso, por la inteligencia arrolladora del autor; después de todo, el asunto del libro es una expedición alucinada a través de la noche de la selva amazónica, a través del gran espacio abierto que es principio y fin del mundo, y su trasunto es la desembocadura de una realidad en otra: la cifra de la identidad latinoamericana transida de inefabilidad, traspasada por la violencia y el sueño, extraviada en la cronología de la historia. En esa medida, el lector echa de menos un silencio o un susurro que oponga resistencia a la arquitectura de la obra.

El país de la canela está narrada en primera persona por un mestizo que, en busca de la herencia que le ha legado su padre, se suma a la accidentada expedición de Pizarro y Orellana hacia una de las versiones de El Dorado: un bosque de árboles de canela en la maraña del Nuevo Mundo. En lugar del tesoro de uniformidad que buscaba, encuentra la variedad de la Selva Amazónica y, en ella, los límites de su cuerpo y de su voluntad. En lugar del padre, encuentra a la madre. En lugar de salir al bosque de canela sale al mar, y emprende entonces el camino a Roma, donde recupera el otro cabo del ovillo de su discurso: los descubrimientos intelectuales del Renacimiento y la Baja Edad Media que hicieron posible la aventura americana. Magistralmente, Ospina ubica en la bisagra entre los dos mundos la noticia sobre las guerreras amazonas, cuya aparición convierte a América en el pasado mítico de Europa.

El hecho de que la primera persona del conquistador /conquistado parezca haber estudiado historia, historia del arte, teoría literaria y antropología en el siglo XXI es criticable sólo superficialmente. La atemporalidad del punto de vista hace pensar en El país de la canela como un objeto mágicamente superpuesto a la historia; como una incursión real del presente en el pasado. Ahora bien; volviendo al principio, el libro es sobre la selva, pero la forma de su discurso es el uniforme bosque de canela. Ésta no es una crítica negativa. Es más bien la evidencia de que el texto se entiende tan bien a sí mismo que la vitalidad de su intención desborda su método e incluso su lengua.



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