25.6.15

Antonio García rinde homenaje a Álvaro Mutis en su nuevo libro

No lo conoció en persona; nunca lo vio de lejos, siquiera, pasando por algún lugar. Pero a él, a Álvaro Mutis, le debía -le debe- su amor tardío por la poesía


Admirador de la obra de Álvaro Mutis, el escritor caleño Antonio García Ángel siempre se preguntó qué podría escribir sobre el inventor de Maqroll que ya no se hubiera dicho. La clave la encontró en los bares que habitaron los personajes de su obra. Y en los tragos que allí bebieron. Historia de una  juma./elpais.com.co
Es que le bastó leer  Canción del Este  para comprender la magia que pueden encerrar unos pocos versos. Fue entonces cuando Antonio García Ángel, que nunca había entendido qué era eso que la gente tanto amaba de los poemas, se lo agradeció para siempre. 
Así que un día supuso que podría saldar esa deuda, escribir algo sobre Mutis, quizá analizar su obra. Pero ¿qué decir de este escritor y de sus libros que no se hubiera dicho ya? Mutis, al igual que todo gran escritor, lo sabía, estaba súper estudiado. “Eso les pasa a los escritores importantes, digamos, se escribe sobre ellos hasta el  exceso, rayando en la estupidez”, dice. 
En una de sus relecturas, sin embargo, descubrió esa veta etílica que salpica buena parte de sus novelas:  esa tendencia a ubicar a sus personajes en bares o cantinas para que fuera justo allí donde sucedieran hechos trascendentales que darían un giro a sus vidas, y a las historias, claro.  
“Un día me pidieron que fuera a dar una conferencia sobre literatura en la Biblioteca Luis Ángel Arango, así que pensé que hablar de este tema sería interesante y releí una vez más su obra”, cuenta. Cayó en la cuenta que el sitio donde más disfrutó Maqroll de una relativa calma y de los cuidados de Flor Estevez en  La nieve del Almirante  fue en una tienda que hacía las veces de bar; que fue en un café de Port Said donde Maqroll había conocido a su amigo Bashur; que abandonado a su suerte en  Ciudad de Panamá, lo primero que hace Maqroll, una vez consigue un cuarto donde dormir, es salir en busca de un bar; que buena parte de su obra, en fin, se sucedía, en bares, burdeles y cafés como el Pink-Surprise, el Floating Paradise, el Boadas. 
Fue de allí, de esas relecturas, de donde salió  Jumma de Maqroll el Gaviero , una   ‘lectura etílica’ de 78 páginas que revela los lugares y los tragos que apasionaron no solo a los personajes de Mutis, sino a Mutis mismo. Su título es una parodia a la ‘Summa’ poética del escritor. 

Antonio, ¿cómo eso de su deuda con Mutis?

Cuando estaba empezando la Universidad, yo tenía sensibilidad de leñador para la poesía. Me gustaban las novelas, los cuentos, pero cuando yo leía poesía no entendía nada y decía “¿eso qué es?”.  El primer poeta que me hizo encontrarle el gusto fue Mutis,  concretamente con  Canción del Este, que fácilmente puede ser uno de mis poemas favoritos en la vida y que lo puedo recitar ahora mismo aunque puede que con algunas imprecisiones.
 Es un poema sobre la búsqueda de la felicidad, esa  que  siempre estás buscando y resulta que está en otra parte y casi que vez cómo se te escapa. Desde allí le encontré el encanto a la poesía y eso siempre se lo voy a agradecer.

Y de allí pasó a sus novelas...

No recuerdo bien si lo había leído antes, pero sí, empecé a leerlo por puro placer y se convirtió en uno de mis escritores favoritos. 

¿Y lo de la lectura etílica cómo se dio?

Un día empecé a notar  esa veta ‘etílica’. Di una conferencia sobre el tema y lo trabajaba por ratos, casi que con la frecuencia con la que uno se limpia el ombligo. Pero al final me puse juicioso, rastreé datos, encontré un fax con una de sus recetas; encontré a Arnulfo Julio, un amigo suyo con quién había escrito un decálogo del buen bebedor, y así, hasta que le presenté la idea en Tragaluz y les gustó. 

El libro refleja ese espíritu de sibarita que tenía Álvaro Mutis…

Mutis era esencialmente un ‘bon vivant’. Y qué mejor muestra que su amistad con García Márquez. Es que, ¿quién podía estar más en las antípodas de Mutis que García Márquez? Sin embargo,  eran los mejores amigos. Eso refleja su voluntad de siempre pasarla bien. Yo nunca lo conocí en persona, nunca lo vi, pero por lo que le leí era un hombre  con un gran carisma. Y era en esas reuniones con sus amigos, como la que menciono con Roberto Burgos Cantor y Arnulfo Julio, que departían animadamente a inventarse cosas como esa del decálogo del buen bebedor.

¿Cómo es eso del decálogo?

Pues yo había encontrado en un par de pasajes de las novelas que había unas reglas para beber. Y eso me despertó las ganas de encontrar las pistas como en una especie de labor de detective. Di con dos artículos, uno en El Tiempo y otro en Soho, y en ambos  hablada Mutis de  unas reglas a la hora de tomar, y enunciaba algunas, unas cinco o seis. Es decir que para él era una especie de arte, el beber. Pero después de eso fue que descubrí ‘Señas particulares’, las memorias de Roberto Burgos Cantor, en donde  se revela que Mutis había creado un decálogo junto con su amigo Arnulfo Julio. Y me empieza este afán por descubrir los otros mandamientos... tenía cinco o seis, me faltaban los otros. Así que llamé a Burgos. Por dentro rezaba para que Julio estuviera vivo y bueno, finalmente pudimos hablar y completé no los diez, pero sí nueve... 

El décimo mandamiento queda a discreción de cada lector...

Exacto. Y en el libro lo digo: a él le habría encantado esa idea  de que cada uno agregara el suyo. Pero también me di cuenta de que ese decálogo era una especie de juego, para pertirse. Era  una especie de trabajo en proceso. 

De este decálogo cuál es inviolable...

El 6: “Aprende que cada momento tiene su licor, escógelo”. 

Y su décimo mandamiento...

Tener alguien con quién pasar el guayabo.

De todos los bares que habitaron Maqroll, Abdul Bashur, Vincas y otros personajes de Mutis, ¿cuál lo sedujo más?

Me  dio mucha curiosidad el Boadas, por la historia del lugar. También porque es el único bar que repite en dos pasajes diferentes. Pero además porque  otro de los escritores que más me han gustado a mi, Manuel Vásquez Motalván, de quien  me encanta la saga de Carvalho,  el detective privado, también escribió sobre el Boadas. Mutis y Montalván son escritores muy diferentes, y que ambos se hayan detenido a hablar de este bar me pareció curioso.

Es célebre la receta de Mutis para preparar un dry Martini, pero usted revela varias. ¿Cuál compartiría con los lectores? 

El ‘Maqroll’, un coctel concebido por Mutis en honor de su personaje: en un vaso de old fashioned debe servirse vermut rojo Noilly Prat hasta una tercera parte; luego agregarle una copita de carpano Punt e Mes y otra de whisky Jack Daniels. Luego servir con tres cubos de hielo y media rebanada de naranja. Este lo escribió él a máquina y lo envió por fax a María Paulina Ortiz, cuya copia publico en el libro. 

Sorprende el desdén  de Mutis por el aguardiente…

Es que el aguardiente es un trago duro, o mejor dicho, no es suave en todo caso. Pero creo que muchos de los gustos que uno tiene son culturales. El aguardiente hace parte de la cultura alcohólica de Colombia, porque todas las regiones tienen su aguardiente.

El libro está dedicado a su papá, por la buena literatura y los buenos tragos... ¿Uno sí bebé con el papá?

Hace muchoa años mi papá mandó hacer un bar en la casa con una pequeña barra y con las copas arriba, con mezcladores y todo. Yo creo que su momento a mi mamá le debió haber parecido medio lobo el asunto, pero él lo hizo y yo crecí con ese bar y me simpatizaba. Y cuando estoy con mi papá siempre tratamos de abrir una botella de algo, pero siempre bajo el noveno mandamiento de Mutis, que es  fundamental, no emborracharse.  Pero sí disfrutamos de  uno  o dos tragos. Y creo que eso también es uno de los insumos que hizo que yo terminara haciendo ese libro.

Ya no hablando de Mutis, sino de sus bares, ¿cuáles hacen parte de su educación sentimental?

Yo diría más bien mi formación psicomorboafectiva, y en Cali, por supuesto, Martyn’s está en primer lugar. Pero también  Stockolm Inn, al que iba en una época en que no pedían cédula; o Toledo, de un amigo mío del colegio. Y pasé noches maravillosas en  Copelia, que quedaba en frente de donde hoy está el Gato de Tejada. Y es una pena que ya no esté la casa donde funcionaba, que era hermosa. Y cuando me vine a Bogotá, pues Barbie, Music Factory y diría que In Vitro...

Después de este ensayo, ¿vuelve a la novela?

De hecho acabo de terminar una  novela hace como mes y medio. Es una novela corta, de cien cuartillas no más, y es una historia de esos personajes que se derrumban, que caen en desgracia. Uno de esos personajes a los que le quebrás el espinazo moral… En esas estoy, con la intención de corregirla antes de que se termine el año. Pero es es otra historia.

23.6.15

Religión, política, violencia

Campos de sangre  es una obra esencial para comprender los mecanismos que desatan las guerras en el mundo

 

Grabado del Libro de las cruzadas sobre la toma de Jerusalén./elpais.com


La escritora británica Karen Armstrong, en su domicilio en Londres. / Carmen Valiño.
Karen Armstrong, la historiadora que profesó como monja católica, ha escrito una obra monumental de recopilación y ordenación de datos que constituye una historia política de las relaciones entre violencia, política y religión, tríptico al que podríamos añadir un cuarto elemento: la guerra, desde sus más o menos remotos comienzos hasta la actualidad. Y lo ha hecho con el objetivo de desentrañar las responsabilidades causales entre esos factores, tan constitutivos del mundo contemporáneo.
Un empeño tan ambicioso plantea un problema ab origine que es dónde puede o no detenerse el autor en el discurso envolvente, la historia évenémentielle en la que se inscribe el fenómeno a estudiar. La elección de la señora Armstrong es discutible en la medida en que la narración se pierde un poco en la descripción de ese contexto, pero igualmente podría argumentarse que sin el mismo nos hallaríamos ante un ensayo puramente teórico, desgajado de los acontecimientos.
Religión y política, dice la autora, nacen indisolublemente unidas. En los comienzos del tiempo histórico, hace entre 10.000 y 12.000 años, la deidad se identifica con las fuerzas de la naturaleza que son tanto guía como justificación de los balbuceos de entidades que ya podemos llamar políticas. Y esa simbiosis genera como subproducto la guerra, que puede concebirse como la continuación de la religión no por otros, sino por los mismos medios. La religión, que más que generar vive con el recurso a la violencia, es en todo momento un factor que condiciona el disciplinado comportamiento del súbdito, y yo añadiría que un consuelo terrenal para los que en su tiempo se convertirán en ciudadanos. Hebreos y sarracenos, con el cristianismo inserto históricamente entre unos y otros, operan una mutación que el mundo occidental ha elevado por encima de cualquier otro credo: el monoteísmo. Y con lo que la historia llama el descubrimiento de América, jalón o epifanía, comienza el largo proceso de alejamiento formal del hecho religioso de la realidad política circundante.
El Estado o imperio agrario ha desaparecido ante el incipiente desarrollo del capitalismo comercial, y la industrialización, que comienza a hacerse efectiva en la segunda mitad del XVIII, hace retroceder el papel público de la religión, sin que esta por ello llegue a desvanecerse en la sociedad occidental, mientras que permanece muy vivo como elemento constituyente del mundo islámico y, de forma algo menos evidente, del judaísmo. La constitución de los Estados, que es ya reconocible tras la firma de los tratados de Westfalia (1648), y que culmina en el siglo XIX, completa esa retirada del hecho religioso que, con una venganza, se parapeta, sin embargo, en lo que llamamos Nación. Y en esa transubstanciación, que es tanto o más lingüística que una realidad sobre el terreno, se produce la mutación del hereje en disidente, otra demostración de que muchas cosas cambian para seguir (casi) igual. La propia Inquisición, con la que Armstrong se muestra, de acuerdo con el revisionismo de las últimas décadas, menos agravante que la condenación habitualmente infligida, era una institución que se movía por objetivos patentemente políticos: la eliminación de quienes consideraba enemigos potenciales o reales de la monarquía hispánica. Y el hecho de que en las guerras del XVII católicos apoyaran cuando les convenía al bando protestante y viceversa prueba el carácter politizado de la religión.
La religión, más que generar, vive con el recurso a la violencia. La causa está en la naturaleza humana
La autora llega solo en el epílogo a lo que podría entenderse como un veredicto. La guerra ha sido a todos los efectos realidad perdurable de cualquier civilización, pero ¿es la religión o la política su primus movens? Y la afirmación final, quizá algo desligada de todo lo anterior, es la de que la culpable de que así sea es la propia naturaleza humana, de la que emanan política, religión y guerra como un segregado indiferenciable. Pero también cabría señalar que esa naturaleza no es sino el precipitado de la simbiosis religión-política. Armstrong nos ha dado otra obra esencial para la comprensión de nuestro mundo, cuyos antecedentes se remontan a las primeras construcciones político-religiosas del ser humano: aquello que empezó en Sumer.

Campos de sangre. Karen Armstrong. Paidós. Barcelona, 2015. 575 páginas. 28 euros (digital: 12,99)

18.6.15

Instrucciones para leer, de una vez, el Ulises

Se celebró Bloomsday, el día dedicado a la novela de Joyce. Considerada difícil pero también una gran obra de la literatura universal, cruza la alta cultura y lo más procaz

De época. Admiradores de Joyce se visten como en el libro y salen a festejar./revista Ñ.

"Muchos lo han analizado. Ahora, en cuanto a leer el libro desde el principio hasta el fin, no sé si alguien lo ha hecho". Se lo dijo Jorge Luis Borges al poeta y ensayista Osvaldo Ferrari: estaban hablando del Ulises de James Joyce, la obra literaria de extensión y enorme complejidad que ayer tuvo su fiesta global. La historia que cuenta la novela empieza en la mañana del 16 de junio de 1904 y termina en la madrugada del 17: son dieciocho capítulos que a Joyce le llevaron unos siete años de trabajo y que narran no más de veinte horas de la vida de Leopold Bloom, con todos sus detalles y todos sus monólogos interiores. Por eso cada 16 de junio, desde 1954 y con epicentro en Dublín, se celebra en todo el mundo Bloomsday (por el protagonista y por el juego de palabras con "Doomsday", día del Juicio Final). Es la Dublín de su recuerdo, pues lo escribió desde un autoexilio.
Ayer hubo quienes bien temprano visitaron la torre Martello -hoy llamada "James Joyce" y convertida en museo, con fotos y objetos personales del autor- en las afueras de la capital irlandesa: allí empieza la trama de la novela. Hubo también quienes asistieron a lecturas públicas y a representaciones teatrales de fragmentos del Ulises; quienes se vistieron con trajes de principios del siglo XX y quienes almorzaron -como Bloom- un sándwich de queso gorgonzola. Incluso el cineasta irlandés Carl Finnegan aprovechó la efeméride para anunciar que adaptará a la época actual varios de los quince relatos breves que Joyce narró en su libro Dublineses: empezó por "Dos galanes", que ya puede verse gratis en la web.
Sin embargo, aunque miles de lectores festejen cada año el aniversario de la historia que los apasionó, el Ulises tiene fama de difícil, de ser abandonado antes del final, de complicarle la vida al lector. Tal vez por eso Borges dijo lo que dijo sobre la novela, y tal vez por eso el psicoanalista Carl Jung aseguró que el texto "produce en el lector un irritante sentimiento de inferioridad". "El Ulises es un libro que, en principio, deja afuera hasta a los lectores más entrenados", asegura el escritor y crítico literario Carlos Gamerro, que hace casi treinta años enseña el texto de Joyce en universidades y en cursos privados, y que acaba de reeditar su libro Ulises. Claves de lectura, en el que desmenuza la novela de 1922.
Entre las dificultades más frecuentes con las que el lector se encuentra, detalla Gamerro, se cuentan las alusiones a otras obras literarias que, para alguien no tan conocedor, pueden pasar inadvertidas: en las páginas del Ulises hay puentes con La Divina Comedia, de Dante, los Cuentos de Canterbury, de Chaucer y el Decamerón, de Bocaccio. Esto sin contar la estructura que, desde el nombre, vincula la obra de Joyce con la Odisea de Homero. Lo cual no quita que haga un uso extenso del humor popular más procaz y que acaba con la escena de masturbación femenina más famosa de la Historia.
Más dificultades: el autor supone que el lector tiene clara la historia de Irlanda -su condición de colonia británica y sus conflictos de clase y religiosos, por ejemplo-; y, además, supone que el lector puede recordar y reconocer una gran red de citas internas, en las que un personaje retoma una parte de la oración que otro había usado varios capítulos antes.
Gamerro organiza sus claves repitiendo la estructura de capítulos de la novela de Joyce y recomienda ir intercalando la lectura: "Primero Joyce, después las claves. Porque ocurre que al terminar cada capítulo del Ulises uno siente que hay cosas que no ha entendido; esas cosas se van acumulando y se arma una masa que te va frenando". A través de esas claves, sabemos desde cómo se arma la escala monetaria británica -un chelín son 12 peniques- hasta que el pasaje de La Divina Comedia elegido es para aludir a Aristóteles. Sabemos también que el chiste que hace uno de los personajes de la novela para ironizar sobre las posibilidades de autonomía de Irlanda respecto de Inglaterra está basado en el logotipo de un diario que se imprimía en 1904, año en el que transcurre la acción.
"Un lector que leyó el Ulises goza del mismo prestigio y el mismo deleite que un alpinista que llegó a la cima del Everest. Es la sensación de mirar el mundo desde otro lugar. Pero requiere un esfuerzo muy grande, y entonces implica la felicidad que da el trabajo", reflexiona Gamerro. Tal vez eso se festeja cada Bloomsday: la felicidad de haber leído el punto final.

7.5.15

Leer por leer

Tengo un afecto muy especial por Cervantes; después de todo es el escritor que dividió la literatura, y según Kundera, a quien debemos rendir cuentas en  los asuntos de la novela y de las historias que cuentan las novelas

Hermanos de tinta de Nahum Montt./Alfaguara
Nahum Montt, escritor colombiano, autor de Hermanos de tinta.


Se me acusa de ser un lector enfermo de lecturas, una especie de adicción, que va de la mano a la del escritor enfermo, es decir del escritor ágrafo, que ya no puede dejar de escribir porque está enfermo de literatura: escribir por escribir; hablar por hablar; leer por leer…
Tengo un afecto muy especial por Cervantes; después de todo es el escritor que dividió la literatura, y según Kundera, a quien debemos rendir cuentas en  los asuntos de la novela y de las historias que cuentan las novelas.

Cuando le entré  al ejercicio de leer por leer con la novela Hermanos de tinta de Nahum Montt. Tengo los buenos antecedentes de este escritor colombiano, con su novela El Eskimal y la Mariposa, que sigue siendo para mí una de las mejores novelas negras escritas hasta ahora  en esta Colombia de impunidades y magnicidios, uno detrás de otro. Después   leí  Lara, donde nos cuenta cómo un ministro  queda solo y desamparado ante las fuerzas desatadas del crimen. Otro magnicidio, que dividió en dos la historia criminal del país colombiano.

Y me puse en situación de lector adicto a las lecturas. El texto de marras, Hermanos de tinta está construido desde la anécdota histórica que Cervantes y Shakespeare se encontraron alguna vez en Valladolid durante la celebración del tratado de paz entre Inglaterra y España, en 1605. Hasta allí se vuelve creíble la anécdota de juntar a estos dos escritores que dividen en dos las literaturas de los dos idiomas como las temáticas respectivas de sus obras en sus países y lenguas.

Pero cuando uno se adentra en la trama del texto, se siente la modernidad del lenguaje del presente de hoy, porque el autor resolvió que había que contar con sus modismos, con el adobo de uno y otro giro de esa época endiablada de picaresca. Cuando uno,  más o menos, conoce algo de la obra cervantina, de su capacidad de escritor, se halla en un berenjenal de citas con sus obras, de personajes salidos de sus textos, los cuales el propio autor, nos da claves para entender el farrago de una trama salpicada con frecuentes alusiones cervantinas como extendidas también de citas a novelas negras y recreando sus tramas históricas. Como es el caso de El halcón maltés. Esto me hizo recordar a otro escritor argentino, Ricardo Piglia, que dice que se puede escribir una novela a partir de citas, lo cual no es la pretensión de Hermanos de tinta, al contrario, el autor recrea un tiempo  especial de España cuando el imperio muestra los signos más puros de la decadencia que se avecina, o está en el fermento de un tiempo muy oscuro del cual Cervantes se convierte en personaje literario.

Y aquí es donde entra la Historia, la secuencia de los hechos históricos que roza la trama cervantina de Hermanos de tinta, que al autor no le interesa decir o hacer decir, se interesa más por el elemento de lo humano, recreando las desdichas, avatares y vicisitudes del escritor convertido en personaje literario, cruzado de angustia existencial, donde su ejercicio de escritura está casi negada, ya metido en una trama criminal y negra total, pues sobrevive y convive entre gentes de baja estofa, malandrines, putas; de hecho sus dos hermanas son unas redomadas ejercedoras del oficio más antiguo del mundo, que lo asistieron y cuidaron y fueron estafadas; al fin de la misma familia tenían que cuidar a su hermano de sangre, ya no de tinta; este es el inglés que cuando se encuentran uno frente al otro, cara a cara los dos escritores y se dicen verdades como las  que deben decir los escritores, que es la pretensión más esencial de toda novela: decir algo verdadero y humano de estos dos personajes convertidos en elementos propios de la literatura al nombrarlos como hombres de papel.

La trama no es fácil para el lector acostumbrado con urdimbres correctas y edificantes. Todo lo contrario, el autor se planteó escribir un texto en ejercicio de sus más caras  licencias de imaginación, donde   más  se cuentan  como verdades, que a veces la historia no nos dice bien como haya ha sido de perfecta y humana la historia de vida de este escritor que nos legó la modernidad de la novela. Shakespeare está algo opaco, a pesar que desde el principio aparece como el inglés pendenciero y muy malhablado en el perfecto idioma de Cervantes dice todos los improperios e imprecaciones que puede decir contra los españoles y los hermana en su propia tinta: la imaginación.

Hermanos de tinta. Novela. Nahum Montt. Editorial Alfaguara.2015. 221 páginas.

14.5.13

El pasado no perdona

La amarga y sangrienta realidad colombiana de la reciente historia sigue siendo  explorada con visos de novela negra

Portada de Casi nunca es tarde, de Juan David Correa./Laguna libros.
Juan David Correa, es un escritor que he seguido desde su Todo pasa pronto, ópera prima que recuerdo vivamente  una frase de esa novela, se resuelve una condición muy paisa, que se pone en situación de vida o muerte toda lógica de convivencia.
Ahora nos llega con su segunda novela Casi nunca es tarde,  donde logra entregarnos una versión muy  panorámica del endémico conflicto armado colombiano, valiéndose del asesinato enigmático del rector de un liceo, recurso viejo del esquema policiaco.  En un tono casi seco y conciso nos cuenta las minucias de Juan, y su padre Samuel, un activo sindicalista desaparecido, por causas ideológicas.  Mientras su madre, Amanda Rey descree del país, Colombia; odia a Bogotá, su suciedad, su gente. Se sienten pinceladas muy poéticas de sus calles, y los lugares donde transitan los personajes. En esto el autor le da un viso casi sociológico a esa condición de los colombianos que reniegan y creen que es mejor vivir en un país extraño que en el propio; y se enfrenta desolada y árida al obligado autoexilio francés pero regresa al acontecer de la realidad más  brutal de las bombas del narcoterrorismo de Pablo Escobar en los aciagos días de 1989.
Y Correa se adentra con rigor y vigoroso en los personajes que son llenos de vida, con profundas contradicciones existenciales y morales. Amanda que tiene su mente en París, y el orden y la limpieza francesas, enfrentada al subdesarrollo ramplón y chambón de los colombianos; y al descubrimiento de su nueva condición sexual con una amiga. Juan, el joven que es acusado pero que  se le siente en profundidad la culpa y el dolor con el recuerdo perenne de su padre desaparecido.  Los detectives, Henry Lizarazo, Olimpo Piedrahíta;  para mí, el mejor personaje de la novela, por su humanidad, y no sé si se deba a su origen campesino,  y Luis Carlos López. El autor nos da vistazos de esas vidas cruzadas de sangre y convividores de las violencias más crueles, que tienen la ternura a flor de piel frente a sus propios hijos y por los animales. Aunque el autor se resuelve por contarnos desde el omnisciente dios todopoderoso de la tercera persona.  En un ritmo ágil y ameno va desatando el nudo gordiano de las andanzas sangrientas e intringulis de todos los actores armados del conflicto que seguimos padeciendo desde hace cincuenta años, donde el pasado no perdona…

Casi nunca es tarde
Juan David Correa
Laguna  Libros
249 páginas

29.1.13

¿Qué le pasó a Julian Barnes?

Cuando Julian Barnes obtuvo el premio Booker con El sentido de un final, las opiniones no tardaron en dividirse. Más allá de merecimientos y discusiones formales, la apuesta de la novela resultó bastante desconcertante 

Julian Barnes, autor de El sentido de un final./pagina12.com.ar
Dos puntos de vista sobre los hechos de una vida y sobre todo, de la juventud del narrador, de sus amigos del alma en los 60 y de los caminos que cada uno tomaría. Y la pregunta por el sentido de un final que remite a la biografía de Barnes y ha dejado a los críticos comentando en voz baja qué le pasó.
Hay que decirlo: El sentido de un final de Julian Barnes es una novela que desconcierta sin ser desconcertante. Las repercusiones que tuvo fueron dispares, tan dispares como lo son también las repercusiones del Booker, clásico premio inglés como el té de las cinco, que Barnes obtuvo finalmente (después de años y años de ser finalista) con esta novela. El escritor Geoff Dyaer, desde las páginas de The New York Times, calificó a la novela de “promedio” (tal y como se define a sí mismo el protagonista) y la acusó de contribuir a la disminución de la novela británica. Mientras en The Guardian se exaltaron las cualidades más visibles que tiene el texto: “Una meditación sobre el envejecimiento, la memoria y el remordimiento”. En ambos casos, se ve un extremo.

El sentido de un final es una buena novela, impecablemente escrita, aunque se percibe en su lectura cierto desencanto, cierto apresuramiento; algo así como una novela de oficio, que, si llegáramos al final de nuestra especulación, tal vez ni se quiso escribir. Es, en rigor, una novela corta estirada en dos partes. El argumento es muy sencillo (como lo son la mayoría de los argumentos de Barnes), al menos en la primera parte: Tony Webster narra su vida en retrospectiva. Recuerda a sus amigos de la secundaria, sus salidas, su patética incursión en la vida de los ’60, las charlas con sus dos amigos, al que después se sumó un cuarto: Adrian. Tony recuerda bien, hasta con lujo de detalles, la inteligencia y la personalidad evasiva, demasiado madura, de Adrian. Las charlas con su profesor de Historia, sus salidas, la sensación de ser más inteligente cuanto más cerca estuviera de Adrian. Hasta que se termina la secundaria y comienzan la universidad; la vida se bifurca en sus previsibles caminos, Tony conoce una chica, Veronica, demasiado histérica según el punto de vista de Tony, aunque demasiado buena para él según el punto de vista silencioso de sus amigos. Salen, se hacen novios, Tony conoce a los padres de Veronica en una reunión, y tras un desencanto, se pelean.

Hasta acá, la novela se sostiene en un tono reflexivo. Tony rememora y reflexiona sobre su vida, sobre el amor, sobre su cuerpo, sobre los años sesenta, una década donde todo cambiaba, todo era nuevo, pero en rigor todo parecía estar pasando en otro lado. La novela de Barnes se basa sobre esa idea; que un estilo muy bien depurado, simple y sobrio, puede sostener un argumento demasiado sencillo. Ya lo grita Norman Mailer en El arte espectral: lo único que importa es el estilo. Pero para que todo estilo alce vuelo, bien lo sabe Barnes, se necesita un personaje (o al menos la marca de uno): Tony Webster entonces, un tipo “promedio”, sencillo, que intenta reflexionar sobre las cosas que ocurren a su alrededor como si no las entendiera del todo, un personaje como el doctor Braithwaite, narrador evasivo de El loro de Flaubert, que mientras lee y relee Madame Bovary, su mujer se acuesta con cuanto tipo se le cruza por el camino. Es decir: esos personajes son ya una marca de estilo de Barnes. Tipos semigrises que le permiten a Barnes un acercamiento ambiguo al humor, algo que, sorpresivamente, falta en El sentido de un final.

El sentido de un final. Julian Barnes Anagrama 192 páginas

Y ése es justamente el tema: hay un vínculo invertido entre El sentido de un final y su autobiografía, titulada Nada que temer. Muchos son los puntos de contacto también argumentales entre un texto y otro: el hermano de Barnes es un reconocido filósofo que ha dado clases por las más prestigiosas universidades europeas con una inteligencia analítica muy parecida a la de Adrian en la novela. También un par de eventos parecen sacados de un texto y puestos deliberadamente en el otro: como los cruces de cartas y los diarios. Sin embargo, el mayor problema de la novela surge cuando Barnes intenta complejizar la sustancia narrativa con la que viene trabajado para, de algún modo, darle un sentido al final.

En la segunda parte, la edad madura de Tony, reaparecen los fantasmas del pasado, y los olvidos deliberados se hacen presentes nuevamente. Adrian se suicida y Tony recibe una carta de la madre de Veronica con una herencia para él. Barnes enreda la trama a tal punto que el lector se queda atónito preguntándose el porqué de semejante decisión. En cierto modo, y es el argumento del narrador, Tony reflexiona y recuerda su pasado. En ese reflexionar y en ese recordar sobre la propia vida y la propia experiencia hay cosas que se le escapan y reaparecen, oh casualidad, cuando la trama se lo demanda.

A pesar de ser un francófilo declarado y un amante incondicional de Gustave Flaubert, Julian Barnes es un gran heredero de Henry James, sobre todo en sus cuentos, memorias, y recortes culinarios (se sabe de la eterna disputa entre James y Flaubert, tan eterna como las eternas guerras isabelinas entre Inglaterra y Francia). Y esto parece arraigarse más en su última novela, la que probablemente sea la más jamesiana de todas en un sentido estilístico del término. Sobre todo en el hecho de construir un relato donde el punto de vista determina a la narración y no es la narración (los hechos, los famosos hechos) la que determina el punto de vista. Porque la vida que vivimos no es otra que la vida que contamos, y la vida que contamos es la vida que nos inventamos, con sus variables, con las cosas que elegimos olvidar pero que sabemos que siempre están.

La novela de Barnes entonces se basa sobre la fluctuante experiencia, sobre los distintos puntos de vista que se adoptan a lo largo de una vida, y sobre las sorpresas que te dan el paso de los años, cuando parecía que tenías una vida armada y un cambio de timón le dio un sentido arbitrario a las cosas.

9.1.13

Grieta de fatiga


Fabio Morábito en su colección de cuentos Grieta de fatiga, se aplica con rigor a contarnos esa grieta existencial 

Portada Grieta de fatiga de Fabio Morábito, de Cadencia Literaria. Edición argentina.
Desde aquellos inolvidables cuentos de Julio Cortázar, no había vuelto a leer un escritor donde el truco de su oficio narrativo hace que desaparezca esa línea que limita la ficción de lo ordinario de las cosas.  O éstas se confundan entre un ámbito de sueño y realidad fantástica a lo Kafka. Fabio Morábito en su colección de cuentos Grieta de fatiga, se aplica con rigor a contarnos esa grieta existencial que anida oculta en las realidades más anodinas para hacernos estremecer con su prosa precisa, dúctil, y de tono conciso.
Cada cuento nos provoca una suerte de halo  metafísico como de extrañeza en Puertas indebidas  donde dos  viajeros se hallan ante la disyuntiva de cerrar o abrir una puerta de separación que comparten, de aquí para allá, o de allá para acá; en una habitación de hotel. Por la lectura al azar de este cuento, seguí el resto de relatos, y quedé encandilado del poder narrativo de este escritor de origen italiano, poeta y traductor, adoptado mexicano.
Por qué las huellas de unas pisadas sobre la arena de una playa, nos pueden llevar a una inquietante persecución  al infinito de aquella premisa, que nos dice que mientras  más huimos, alguien más nos persigue en su cuento que se llama así Huellas. O resolver Crucigramas,  así titula un cuento, donde dos hermanas se dan lecciones de vida y educación sentimental, en una relación casi hostil y cargada de complejidades familiares, por supuesto resolviendo crucigramas de revistas.
Los búlgaros nos trasunta una situación de potencial infidelidad de una bella guía de turismo, mientras cuenta un escritor- su amigo sentimental- enredado en una trama de misterio y asesinato de la amante  de otro escritor amigo, a partir de los subrayados que hizo de su cuento publicado en una revista literaria.
Armaduras nos transporta al mundo de los caballeros, donde éstos truecan las piezas de sus armaduras desgastadas como piezas de recambio, donde las acciones heroicas  ya no tienen sentido en ese mundo desaparecido.
Micias  un olvidado personaje extraído de la Iliada nos sirve para darnos lecciones de deseos de vida doméstica sedentaria de una especie de antihéroe, cansado del nomadismo,  donde la épica es transgredida, en un alarde de su imaginación con reflexión filosófica incluida.
Cada cuento de Morábito está construido sin vaguedades ni intelectualismos, es una construcción precisa, y  está en el tono que debe contarse, ni le falta ni le sobra como  el protagonista del cuento La cigala–una soberbia mezcla de ingenio y de espanto– concluye acerca de la interpretación literaria que a él le valió un descalabro vital: “Tal vez ha aprendido que todo libro es autosuficiente y que a la larga él mismo facilita las explicaciones que se necesitan para entenderlo.” Escritos con la lentitud del orfebre, los cuentos de Grieta de fatiga piden una masticación igualmente lenta y meticulosa para decantar sus varios sustratos semánticos.

Grieta de fatiga
Fabio Morábito
Cuentos
Cadencia Literaria 
Edición argentina