24.9.09

Cada libro en su lugar


Por Alberto Manguel
Unas pocas semanas antes de Navidad, me dijeron que debía operarme de urgencia. Sin darme tiempo a hacer la maleta, me encontré en un cuarto adusto y aséptico, ansioso y sin libros. Pasar unos diez días convaleciente en el hospital sin nada para leer me pareció un castigo al límite de lo soportable y cuando mi compañero me propuso traerme de casa algunos volúmenes, acepté agradecido. ¿Pero cuáles elegir?
El autor del Eclesiastés nos enseña que para todas las cosas “hay sazón” y que todo tiene su tiempo determinado; igualmente, sabemos que cada ocasión tiene su libro. Pero no todo libro, por supuesto, conviene a cualquier momento de nuestra vida. Compadezco al pobre lector que se halle con el libro equivocado en un percance difícil, como le ocurrió al pobre Amundsen, descubridor del Polo Sur, cuyo bolso de libros se hundió en los hielos y se vio obligado a leer, noche tras helada noche, el único volumen que pudo rescatar, un indigesto tratado del Dr. Gaudens titulado Retrato de Su Sagrada Majestad en Sus soledades y sufrimientos. Es que hay libros para leer después de hacer el amor y libros para armarse de paciencia en el aeropuerto, libros para la mesa del desayuno y libros para el cuarto de baño, libros para las noches de insomnio en casa y para los días de insomnio en el hospital, y no pueden ser intercambiados. Nadie, ni siquiera su propio lector, puede explicar cabalmente cuáles libros convienen a cierto momento y cuáles no. De manera misteriosa, algo inefable hace que ocasiones y libros se acuerden o se opongan.

La lista de libros que Oscar Wilde pidió para acompañarlo en la cárcel de Reading incluyeron La isla del tesoro y un manual de conversación franco-italiano. Alejandro Magno partía a sus campañas con un ejemplar de la Ilíada de Homero. El asesino de John Lennon consideró que un buen libro para tener en el bosillo al cometer un crimen es El cazador oculto de J. D. Salinger. No sé si los astronautas se llevan a bordo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury o si, por el contrario, prefieren Los alimentos terrestres de André Gide. Si el risueño Bernard Madoff acaba en prisión ¿pedirá acaso La pequeña Dorrit de Dickens para enterarse de cómo el señor Merdle, ese sutil estafador, incapaz de soportar la vergüenza al ser descubierto, acaba cortándose el cuello con una navaja prestada? El Papa Benedicto XVI ¿se retirará a su studiolo en el Castelo Sant’Angelo con Bubú de Montparnasse de Charles-Louis Philippe, para estudiar cómo la falta de preservativos ocasiona una epidemia de sífilis en el París de fin-de-siècle? Prosaico, G. K. Chesterton imaginó que, si estuviese naufragado en una isla desierta, desearía tener consigo un Manual de construcción de embarcaciones. Y a mí ¿qué libros me convendrían para mi forzado retiro?

No soy un usuario del libro electrónico, ese libro de arena que se ufana de ser casi inagotable y que, por lo tanto, no me obligaría a elegir; en momentos traumáticos me hace falta la consolación del papel y de la tinta. Hice una lista de posibles candidatos. Descarté algunas categorías obvias: novelas que no había leído aún, porque no quería correr el riesgo de que faltasen a mi propósito; ensayos científicos, porque temí que mi cerebro, ablandado por la anestesia, se mostrase más reacio que de costumbre a la asimilación de elucubraciones clínicas; por la misma razón, no elegí el género policial que, en tiempos normales, tanto aprecio. Tampoco las biografías: me pareció que en mi estrecha cama de hospital no habría lugar para otras vidas.

Acabé anotando cuatro tipos de lecturas que me parecieron adecuados:

• Libros que son antologías, generosos y fragmentarios. Pienso en los cuadernos de Samuel Butler, El libro de la almohada de Sei Shonagon, Religio medici de sir Thomas Browne, Memoria del fuego de Eduardo Galeano, Las ciudades invisibles de Italo Calvino.

• Una obra meditativa, melancólica, suavemente filosófica, como los ensayos de Jean Cocteau, La dificultad de ser, o esas iluminadas reflexiones sobre el Quijote de Javier Rodríguez Marcos, Los trabajos del viajero, o Los sueños de Einstein de Alan Lightman. Pensé asustar a las enfermeras dejando sobre mi mesa los tratados de Schopenhauer cuyo título combinado da Dolor y sufrimiento hasta la muerte, pero no me atreví.

• Un libro para hacerme sonreír: Alicia en el país de las maravillas, Tristram Shandy de Laurence Sterne, Pnin de Vladimir Nabokov, Historia universal de la infamia de Borges, Tres hombres en una barca de Jerome K. Jerome.

• Un libro de poesía: de Richard Wilbur, Quevedo, Javier Codesal, san Juan de la Cruz, Anne Carson... Para no tener que elegir un solo nombre, quizás convendría una colección ecléctica, como la Poesía barroca de J. P. Hill y E. Caracciolo-Trejo, fuente de infinito placer.

Los libros que elegí para esas largas semanas (fueron cuatro y no quiero nombrarlos) contienen ahora el diario de mi convalecencia. Abriéndolos en el futuro sabré cómo velaron a mi lado, hablaron conmigo cuando lo quise, o supieron esperar en silencio, atentos. Nunca se impacientaron, ni fueron sentenciosos o condescendientes. Estuvieron fielmente presentes, indiferentes a las horas, dando por sentado que también este momento pasaría, y mi incomodidad y mi desasosiego, y que sus páginas seguirían acompañándome en el futuro, describiendo algo mío, íntimo y oscuro, para lo cual yo no tenía (y aún no tengo y no tendré) palabras.

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