14.5.13

El pasado no perdona

La amarga y sangrienta realidad colombiana de la reciente historia sigue siendo  explorada con visos de novela negra

Portada de Casi nunca es tarde, de Juan David Correa./Laguna libros.
Juan David Correa, es un escritor que he seguido desde su Todo pasa pronto, ópera prima que recuerdo vivamente  una frase de esa novela, se resuelve una condición muy paisa, que se pone en situación de vida o muerte toda lógica de convivencia.
Ahora nos llega con su segunda novela Casi nunca es tarde,  donde logra entregarnos una versión muy  panorámica del endémico conflicto armado colombiano, valiéndose del asesinato enigmático del rector de un liceo, recurso viejo del esquema policiaco.  En un tono casi seco y conciso nos cuenta las minucias de Juan, y su padre Samuel, un activo sindicalista desaparecido, por causas ideológicas.  Mientras su madre, Amanda Rey descree del país, Colombia; odia a Bogotá, su suciedad, su gente. Se sienten pinceladas muy poéticas de sus calles, y los lugares donde transitan los personajes. En esto el autor le da un viso casi sociológico a esa condición de los colombianos que reniegan y creen que es mejor vivir en un país extraño que en el propio; y se enfrenta desolada y árida al obligado autoexilio francés pero regresa al acontecer de la realidad más  brutal de las bombas del narcoterrorismo de Pablo Escobar en los aciagos días de 1989.
Y Correa se adentra con rigor y vigoroso en los personajes que son llenos de vida, con profundas contradicciones existenciales y morales. Amanda que tiene su mente en París, y el orden y la limpieza francesas, enfrentada al subdesarrollo ramplón y chambón de los colombianos; y al descubrimiento de su nueva condición sexual con una amiga. Juan, el joven que es acusado pero que  se le siente en profundidad la culpa y el dolor con el recuerdo perenne de su padre desaparecido.  Los detectives, Henry Lizarazo, Olimpo Piedrahíta;  para mí, el mejor personaje de la novela, por su humanidad, y no sé si se deba a su origen campesino,  y Luis Carlos López. El autor nos da vistazos de esas vidas cruzadas de sangre y convividores de las violencias más crueles, que tienen la ternura a flor de piel frente a sus propios hijos y por los animales. Aunque el autor se resuelve por contarnos desde el omnisciente dios todopoderoso de la tercera persona.  En un ritmo ágil y ameno va desatando el nudo gordiano de las andanzas sangrientas e intringulis de todos los actores armados del conflicto que seguimos padeciendo desde hace cincuenta años, donde el pasado no perdona…

Casi nunca es tarde
Juan David Correa
Laguna  Libros
249 páginas

29.1.13

¿Qué le pasó a Julian Barnes?

Cuando Julian Barnes obtuvo el premio Booker con El sentido de un final, las opiniones no tardaron en dividirse. Más allá de merecimientos y discusiones formales, la apuesta de la novela resultó bastante desconcertante 

Julian Barnes, autor de El sentido de un final./pagina12.com.ar
Dos puntos de vista sobre los hechos de una vida y sobre todo, de la juventud del narrador, de sus amigos del alma en los 60 y de los caminos que cada uno tomaría. Y la pregunta por el sentido de un final que remite a la biografía de Barnes y ha dejado a los críticos comentando en voz baja qué le pasó.
Hay que decirlo: El sentido de un final de Julian Barnes es una novela que desconcierta sin ser desconcertante. Las repercusiones que tuvo fueron dispares, tan dispares como lo son también las repercusiones del Booker, clásico premio inglés como el té de las cinco, que Barnes obtuvo finalmente (después de años y años de ser finalista) con esta novela. El escritor Geoff Dyaer, desde las páginas de The New York Times, calificó a la novela de “promedio” (tal y como se define a sí mismo el protagonista) y la acusó de contribuir a la disminución de la novela británica. Mientras en The Guardian se exaltaron las cualidades más visibles que tiene el texto: “Una meditación sobre el envejecimiento, la memoria y el remordimiento”. En ambos casos, se ve un extremo.

El sentido de un final es una buena novela, impecablemente escrita, aunque se percibe en su lectura cierto desencanto, cierto apresuramiento; algo así como una novela de oficio, que, si llegáramos al final de nuestra especulación, tal vez ni se quiso escribir. Es, en rigor, una novela corta estirada en dos partes. El argumento es muy sencillo (como lo son la mayoría de los argumentos de Barnes), al menos en la primera parte: Tony Webster narra su vida en retrospectiva. Recuerda a sus amigos de la secundaria, sus salidas, su patética incursión en la vida de los ’60, las charlas con sus dos amigos, al que después se sumó un cuarto: Adrian. Tony recuerda bien, hasta con lujo de detalles, la inteligencia y la personalidad evasiva, demasiado madura, de Adrian. Las charlas con su profesor de Historia, sus salidas, la sensación de ser más inteligente cuanto más cerca estuviera de Adrian. Hasta que se termina la secundaria y comienzan la universidad; la vida se bifurca en sus previsibles caminos, Tony conoce una chica, Veronica, demasiado histérica según el punto de vista de Tony, aunque demasiado buena para él según el punto de vista silencioso de sus amigos. Salen, se hacen novios, Tony conoce a los padres de Veronica en una reunión, y tras un desencanto, se pelean.

Hasta acá, la novela se sostiene en un tono reflexivo. Tony rememora y reflexiona sobre su vida, sobre el amor, sobre su cuerpo, sobre los años sesenta, una década donde todo cambiaba, todo era nuevo, pero en rigor todo parecía estar pasando en otro lado. La novela de Barnes se basa sobre esa idea; que un estilo muy bien depurado, simple y sobrio, puede sostener un argumento demasiado sencillo. Ya lo grita Norman Mailer en El arte espectral: lo único que importa es el estilo. Pero para que todo estilo alce vuelo, bien lo sabe Barnes, se necesita un personaje (o al menos la marca de uno): Tony Webster entonces, un tipo “promedio”, sencillo, que intenta reflexionar sobre las cosas que ocurren a su alrededor como si no las entendiera del todo, un personaje como el doctor Braithwaite, narrador evasivo de El loro de Flaubert, que mientras lee y relee Madame Bovary, su mujer se acuesta con cuanto tipo se le cruza por el camino. Es decir: esos personajes son ya una marca de estilo de Barnes. Tipos semigrises que le permiten a Barnes un acercamiento ambiguo al humor, algo que, sorpresivamente, falta en El sentido de un final.

El sentido de un final. Julian Barnes Anagrama 192 páginas

Y ése es justamente el tema: hay un vínculo invertido entre El sentido de un final y su autobiografía, titulada Nada que temer. Muchos son los puntos de contacto también argumentales entre un texto y otro: el hermano de Barnes es un reconocido filósofo que ha dado clases por las más prestigiosas universidades europeas con una inteligencia analítica muy parecida a la de Adrian en la novela. También un par de eventos parecen sacados de un texto y puestos deliberadamente en el otro: como los cruces de cartas y los diarios. Sin embargo, el mayor problema de la novela surge cuando Barnes intenta complejizar la sustancia narrativa con la que viene trabajado para, de algún modo, darle un sentido al final.

En la segunda parte, la edad madura de Tony, reaparecen los fantasmas del pasado, y los olvidos deliberados se hacen presentes nuevamente. Adrian se suicida y Tony recibe una carta de la madre de Veronica con una herencia para él. Barnes enreda la trama a tal punto que el lector se queda atónito preguntándose el porqué de semejante decisión. En cierto modo, y es el argumento del narrador, Tony reflexiona y recuerda su pasado. En ese reflexionar y en ese recordar sobre la propia vida y la propia experiencia hay cosas que se le escapan y reaparecen, oh casualidad, cuando la trama se lo demanda.

A pesar de ser un francófilo declarado y un amante incondicional de Gustave Flaubert, Julian Barnes es un gran heredero de Henry James, sobre todo en sus cuentos, memorias, y recortes culinarios (se sabe de la eterna disputa entre James y Flaubert, tan eterna como las eternas guerras isabelinas entre Inglaterra y Francia). Y esto parece arraigarse más en su última novela, la que probablemente sea la más jamesiana de todas en un sentido estilístico del término. Sobre todo en el hecho de construir un relato donde el punto de vista determina a la narración y no es la narración (los hechos, los famosos hechos) la que determina el punto de vista. Porque la vida que vivimos no es otra que la vida que contamos, y la vida que contamos es la vida que nos inventamos, con sus variables, con las cosas que elegimos olvidar pero que sabemos que siempre están.

La novela de Barnes entonces se basa sobre la fluctuante experiencia, sobre los distintos puntos de vista que se adoptan a lo largo de una vida, y sobre las sorpresas que te dan el paso de los años, cuando parecía que tenías una vida armada y un cambio de timón le dio un sentido arbitrario a las cosas.

9.1.13

Grieta de fatiga


Fabio Morábito en su colección de cuentos Grieta de fatiga, se aplica con rigor a contarnos esa grieta existencial 

Portada Grieta de fatiga de Fabio Morábito, de Cadencia Literaria. Edición argentina.
Desde aquellos inolvidables cuentos de Julio Cortázar, no había vuelto a leer un escritor donde el truco de su oficio narrativo hace que desaparezca esa línea que limita la ficción de lo ordinario de las cosas.  O éstas se confundan entre un ámbito de sueño y realidad fantástica a lo Kafka. Fabio Morábito en su colección de cuentos Grieta de fatiga, se aplica con rigor a contarnos esa grieta existencial que anida oculta en las realidades más anodinas para hacernos estremecer con su prosa precisa, dúctil, y de tono conciso.
Cada cuento nos provoca una suerte de halo  metafísico como de extrañeza en Puertas indebidas  donde dos  viajeros se hallan ante la disyuntiva de cerrar o abrir una puerta de separación que comparten, de aquí para allá, o de allá para acá; en una habitación de hotel. Por la lectura al azar de este cuento, seguí el resto de relatos, y quedé encandilado del poder narrativo de este escritor de origen italiano, poeta y traductor, adoptado mexicano.
Por qué las huellas de unas pisadas sobre la arena de una playa, nos pueden llevar a una inquietante persecución  al infinito de aquella premisa, que nos dice que mientras  más huimos, alguien más nos persigue en su cuento que se llama así Huellas. O resolver Crucigramas,  así titula un cuento, donde dos hermanas se dan lecciones de vida y educación sentimental, en una relación casi hostil y cargada de complejidades familiares, por supuesto resolviendo crucigramas de revistas.
Los búlgaros nos trasunta una situación de potencial infidelidad de una bella guía de turismo, mientras cuenta un escritor- su amigo sentimental- enredado en una trama de misterio y asesinato de la amante  de otro escritor amigo, a partir de los subrayados que hizo de su cuento publicado en una revista literaria.
Armaduras nos transporta al mundo de los caballeros, donde éstos truecan las piezas de sus armaduras desgastadas como piezas de recambio, donde las acciones heroicas  ya no tienen sentido en ese mundo desaparecido.
Micias  un olvidado personaje extraído de la Iliada nos sirve para darnos lecciones de deseos de vida doméstica sedentaria de una especie de antihéroe, cansado del nomadismo,  donde la épica es transgredida, en un alarde de su imaginación con reflexión filosófica incluida.
Cada cuento de Morábito está construido sin vaguedades ni intelectualismos, es una construcción precisa, y  está en el tono que debe contarse, ni le falta ni le sobra como  el protagonista del cuento La cigala–una soberbia mezcla de ingenio y de espanto– concluye acerca de la interpretación literaria que a él le valió un descalabro vital: “Tal vez ha aprendido que todo libro es autosuficiente y que a la larga él mismo facilita las explicaciones que se necesitan para entenderlo.” Escritos con la lentitud del orfebre, los cuentos de Grieta de fatiga piden una masticación igualmente lenta y meticulosa para decantar sus varios sustratos semánticos.

Grieta de fatiga
Fabio Morábito
Cuentos
Cadencia Literaria 
Edición argentina