13.12.11

Tomás González: la difícil sombra

"Sentí que esa no era la escritura de González, no era su lenguaje; llegué a pensar que él se había cansado y había puesto a otro a escribir por él para tomar del pelo a las instituciones literarias del país"
Portada: La luz difícil, última novela de Tomás González. foto:fuente:revistagalactica.com

Cuando compré la más reciente novela de Tomás González, La luz difícil, la emoción era inmensa. Ahora, después de leerla, no puedo estar menos de acuerdo con la banda que acompaña el libro, una frase de Luis Fernando Afanador: "Nunca olvidaré la plenitud que sentí al terminar de leer La luz difícil. No espero más de la literatura". Yo no sentí esa plenitud y sí espero más, mucho más, de la literatura y también de la escritura de González.

Como es costumbre en este escritor, la novela es corta (132 páginas) y, como también es costumbre, se mezclan en ella el dolor más agudo y la alegría más sencilla. David, pintor, padre de tres hijos y esposo de Sara, cuenta la historia fragmentada de sus días desde aquel lejano en el que su hijo Jacobo decide morir para huirle al dolor de sus huesos, de su cuerpo, causado por un accidente de tránsito que lo dejó parapléjico. David y Sara esperan en su apartamento de Nueva York la llamada de sus hijos avisando acerca del estado de Jacobo. La narración se alterna con la de los días más recientes de David (veinte años después de lo sucedido en Nueva York) en una finca cerca de La Mesa, que pasa en compañía de una mujer contratada para que lo ayude en los menesteres de la casa, mientras él escribe –con la dificultad que le produce el hecho de estar quedándose ciego– el relato que el lector tiene entre sus manos.

¿Qué sucede, entonces, con la novela? Recuerdo nítidamente toda la trama de Primero estaba el mar, de La historia de Horacio, de Los caballitos del diablo, de Abraham entre bandidos, de los cuentos de El rey del Honka-Monka (especialmente, "Verdor", que conecta directamente con el motivo de La luz difícil), pero en este momento, no me queda ninguna imagen memorable de esta nueva novela de González; trato de sentir por qué. Aquí los opuestos no configuran tensiones tan vivas como en las narraciones que nombré anteriormente, aquí esas tensiones no me conmueven. David, el joven "desorientado" de Los caballitos del diablo, aparece aquí también como una especie de alter ego de Tomás González; un pintor ignorado por los medios y luego muy reconocido y visitado por estudiosos y periodistas en su casa de La Mesa (que también podría ser Cachipay).

En muchos momentos sentí que esa no era la escritura de González, no era su lenguaje; llegué a pensar que él se había cansado y había puesto a otro a escribir por él para tomar del pelo a las instituciones literarias del país y a los medios de comunicación que desde hace una década (cuando la desaparecida Norma reeditó su obra) y, especialmente, desde hace cinco años (cuando empezaron a aparecer largos artículos y entrevistas sobre su vida y obra en revistas culturales) vienen repitiendo frases hechas sobre la calidad de sus novelas. Es la primera vez que el narrador de González asume la voz en primera persona, asume un yo total para contar la historia. Es también la primera vez que no siento en González la búsqueda de un lenguaje que yuxtapone los opuestos, que conjuga la poesía y la prosa del mundo; más bien el lector encuentra aquí una prosa despreocupada de sí misma, despreocupada de las búsquedas estéticas. El lenguaje se depura hasta eliminar toda carga simbólica y las palabras son lo que son, tienen el peso que pueden tener bajo las ceibas del parque de Envigado (como diría su tío Fernando González) o en una hamaca de una finca en Cachipay.

La luz difícil, lo mismo que Para antes del olvido, configura una novela de transición en la poética de González, novela que marca búsquedas literarias –y vitales– distintas dentro de ese propósito armónico y unitario del resto de sus novelas. Sin embargo, la búsqueda en La luz difícil está lejos de la de Para antes del olvido. Ya no el malabarismo del lenguaje, ya no el papel de un testigo fiel a documentos que reconstruyen, de manera fragmentada, parte de la saga familiar que tanto ha interesado al escritor paisa; ahora, aquí, el lenguaje se hace aún más cercano y la prosa pasa apenas por encima de los hechos, apenas los nombra, los roza, sin demorarse en ellos. El narrador, a diferencia del mito literario creado sobre el escritor ciego, no gana en profundidad sino en superficialidad; las imágenes son efímeras: el dolor apenas se presiente, el deseo apenas se intuye. La sombra se difumina y gana la claridad, fácilmente; la luz, pues, no es tan difícil como en sus anteriores obras. González deja ahora que el mayor peso esté de este lado; le bastan sus plantas, el clima favorable, el café recién hecho, una presentida desnudez al lado de la piscina.

¿Qué queda, entonces? Casi nada y me pesa decirlo porque admiro y estimo demasiado a este escritor. Tan leve su novela entre las miles de páginas que se publican cada día, tan ligero su peso entre la ligereza ominosa de las recetas para la vida, de las píldoras de optimismo que se publican cada día. David es la tranquilidad hecha personaje literario y tal vez ahí reside su fuerza y lo extraño de su presencia dentro de la turbulenta vida en nuestro país, dentro del ruido que nos acompaña desde nuestro nacimiento. Esta soportable levedad de la novela de González me vuelve más cercano al escritor, al hombre y, paradójicamente, me produce más deseos de viajar hasta Cachipay y buscar su finca, las flores, las plantas y perderme un rato entre ellas.

7.12.11

Jugando con Salman Rushdie

Cuando en 1990 Salman Rushdie era un hombre perseguido por la condena de la fatwa y vivía escondido, escribió Harún y el mar de las historias para su hijo mayor, con la esperanza de encontrarse con él mediante la lectura. Ahora, en tiempos mucho mejores, cumple otra promesa, esta vez a su hijo Milan, a quien le debía escribirle un libro como había hecho con su hermano mayor

Salman Rushdie escribe esta historia en un tono juguetón y paga con este libro una deuda a su hijo menor. foto.fuente:pagina12.com.ar

Aun en sus títulos más oscuros –pensar en Vergüenza o Furia o Shalimar el payaso– vuela, siempre, un aire travieso y juguetón. Un aliento de hadas y hechiceros –no olvidar nunca que Salman Rushdie ha insistido en más de una oportunidad en que todo su imaginario surge de una primera exposición infantil al film El mago de Oz en un cine de su cosmópolis natal– donde los héroes deben partir en busca de algo que los redima o los consagre. Así, no hay trama de Rushdie (Bombay, 1947) donde no impere el mecanismo de la ida y la vuelta, del subir y bajar, del Había otra vez... Rushdie ha destilado lo suyo en el momento más encandilador de su saga-pop El suelo bajo sus pies: todo tiene que ver –y oír y gustar y oír y tocar– con el ejercicio casi místico de atravesar una membrana delgada pero poderosa separando no solo a Oriente de Occidente sino también a la Historia de las historias. Ese entrar y salir y volver a entrar es el oficio del escritor.

Y fue también en su hora más sombría –fatwa funcionando como hechizo fatal en un cuento más de brujas que de hadas, precio a su vida y obra– cuando, en 1990, el entonces recluso y fugitivo Rushdie publicó Harún y el mar de las historias como ofrenda para un hijo, Zafar, al que no podía ver y como transparente defensa de la libertad de expresión y condena a la "oficialidad" otorgada por el poder a ciertas versiones de lo supuestamente real. Aquel pequeño gran libro ofrecía poema en lugar de dedicatoria, donde se rimaba la tristeza de un padre ausente: "Mientras vago por donde no puedes verme / Lee, y tráeme a casa contigo".

Veinte años después, más tranquilo, Rushdie insiste a pedido de otro hijo, Milan, al que le debía un libro como el ofrecido a su hermano mayor.

Y muchas cosas han cambiado desde que Harún salvó a todas las historias del mundo. Ya no está Khomeini, llegó Harry Potter y los jóvenes del universo flotan en galaxias digitales transformados en avatares de su propia elección y diseño. Pero –intacto, invulnerable– permanece ese mismo "tono de voz" al que en su momento se refirió Rushdie como indispensable a la hora de fundir satisfactoriamente a lo adulto con lo juvenil. Tono que dijo haber detectado en las fábulas indias, en Esopo, en Jorge Luis Borges y en Italo Calvino; cadencia también presente en la panorámica e histórica e histérica fábula para mayores que fue su anterior La encantadora de Florencia.

Luka y el Fuego de la Vida. Salman Rushdie Mondadori 206 páginas

Y Luka y el Fuego de la Vida –como Harún...– reincide en las figuras de un padre y un hijo, en los problemas del primero y en el segundo como proveedor de una solución a esos problemas. Aquí, una noche, Rashid Khalifa (recordar que el progenitor de Luka también se llamaba Rashid; y descubrir que la incrédula y racional madre de Luka y Harún se llama Soraya y, sí, magia, resulta que Luka es el hermano menor de Harún) cae dormido para ya no levantarse. Y Luka Khalifa deberá partir –atravesar la membrana que comunica con el Mundo de la Magia– en busca del despertador de una cura mágica. Lo que sucede a continuación –y es mucho lo que sucede y es amplio el reparto de personajes y son cuantiosos los habituales juegos de palabras del autor y sus guiños cómplices a la antigua mitología y a la cultura popular, incluyendo a un doble vampírico paternal de nombre Nopapadie, un automóvil DeLorean, aquel de Regreso al futuro, una raza de dragones transformer y un navío de nombre Argo– no resiste ni se merece las cadenas de un resumen. Como ocurre con los mejores relatos fantásticos, toda gracia y magia y sorpresa se pierde al sintetizarlos. Hay que abrir la puerta –y Rushdie es un gran abridor de puertas– para ir a jugar y pasarla tan pero tan bien.

Pero sí conviene revelar y anticipar algo: el profundo trance del que es prisionero el ya crepuscular Rashid tiene que ver –de nuevo, como en Harún...– con su creciente dificultad para imaginar cuentos dignos de ser contados. Y es Luka –acompañado por sus mascotas Oso el perro y Perro el oso– el encargado de partir en busca del Fuego de la Vida, ardiendo en la cima del Monte de la Sabiduría, que revitalizará la potencia narradora de su padre. Y, claro, abundan los retos y las pruebas y los desafíos que Rushdie va ordenando en un crescendo que remite –y hay más de una amigable burla a todo eso– directamente a los modales y taras y adicciones de los videojuegos: esas "cajas de realidad alternativa" donde el Mal acecha seduciendo con "High Definitions y bajas expectativas". Así, vidas extra, poderes a aumentar, contrincantes pixelados, El jugador de Bagdad y Los mil y uno stages. Por encima de tanta gracia y diversión en algo que podría definirse como Tron o The Matrix reprogramadas por Lewis Carroll con una ayudita de Groucho Marx (vaya como ejemplo que la aversión de Soraya a las consolas se define como "in-consola-ble") fluye una melancólica y subterránea corriente. La de lo que ocurre cuando un padre es consciente y debe comunicar a quien lo sucederá lo limitado de sus habilidades y ese horizonte final cada vez más cercano. Un final que no es feliz ni triste. Es nada más y nada menos que un final.

Lo que vendrá –parece ser, así lo ha informado el autor en una entrevista en The Paris Review del 2005– volverá a ser un nuevo cruce de las fronteras que separan a lo inimaginable de lo imaginativo: los muy esperados journals escritos durante el cautiverio de Rushdie, un proyecto de novela bien british y multigeneracional à la Anthony Powell a titularse Careless Matters, y una saga mestiza combinando la sci-fi con el noir ("algo así como una cruza entre Blade Runner y el Touch of Evil de Orson Welles") respondiendo al nombre de Parallelville.

Mientras tanto y hasta entonces, Salman Rushdie vuelve a ganar la partida.

Y, con él, ganamos todos.

8.11.11

El destino final de las bibliotecas de escritor

Borges decía que ordenar una biblioteca era la forma más sutil de practicar la crítica literaria, lo que llevó a Felipe Benítez Reyes a escribir que hacer una mudanza es la forma más brutal de hacer crítica literaria. De esa brutalidad necesaria se suelen aprovechar los libreros de viejo, críticos literarios ellos también, cuya táctica en ocasiones parece ser hundir prestigios con precios insignificantes o alzar a escritores menores con precios abusivos
Bolaño, Vila-Matas, Trapiello y Ribeyro, escritores y el destino de sus bibliotecas personales. foto.fuente:elcultural.es

Chamarileros de primeras ediciones, obras dedicadas y desechos de tienta, gremio que carga con muchos tópicos, pueden vanagloriarse de haber sido de los primeros en haber intuido la potencia mercantil de Internet: desde mediados de los noventa empezaron a multiplicar su clientela gracias a la red. Los tópicos acerca del polvo de sus zaquizamíes ya carecen de sentido: muchas de ellas han dejado de ser tiendas donde un cazador puede encontrar una gran pieza por poco precio, para convertirse en webs donde cada vez es más difícil cazar un mirlo blanco.

Vi en el catálogo de la librería barcelonesa El Astillero un libro mío, mi primer libro, Veinticinco años de éxitos, publicado por una taberna sevillana en edición de 300 ejemplares, y dedicado por su autor a "importante escritor catalán". Lo compré: aunque no me hubiera picado la curiosidad por saber quién era el importante escritor catalán, que me picaba, lo hubiera comprado porque no tenía ningún ejemplar de ese libro, y el único que estaba a la venta en internet había sido tasado en 120 euros (ya digo que los libreros de viejo alzan a autores menores con sus precios inverosímiles: es una de las pocas cosas buenas que tiene ser un autor menor). Me llegó el libro, y allí estaba mi dedicatoria del 93 a Enrique Vila-Matas. Supuse que Vila-Matas había hecho brutal crítica literaria mudándose, y agradecí mucho que su mudanza y su crítica literaria brutal me permitiera recuperar un ejemplar de mi primer libro (nada que ver con el mosqueo que Paul Theroux cogió cuando un día encontró un libro suyo dedicado a su amigo Naipaul en una librería de Londres). Indagué en la página de El Astillero y, en efecto, se veía que Vila-Matas se había mudado: había decenas de libros dedicados a él, quizá porque el autor de Bartleby y Compañía no prevé que en Barcelona le vayan a abrir una Fundación, que es uno de los destinos posibles para la biblioteca de un escritor.

Cenizas literarias
Pero si hay un caso espectacular de venta de biblioteca de escritor, contado por el propio escritor, ése es el de Julio Ramón Ribeyro: tampoco confiaba en que le hicieran una Fundación, y entre ser celebrado en el futuro e intoxicarse en el presente, eligió lo segundo con muy buen tino. Cuenta en su espléndido relato autobiográfico "Sólo para fumadores" cómo en el París de los 60, sin dinero para procurarse los Gauloises que le ayudaban a cruzar cada jornada, no tuvo más remedio que ir llevando su biblioteca a los bouquinistas del Sena, sus adorados libros franceses, algunos de autores latinoamericanos dedicados. Todos ellos le decepcionaron. Primeras ediciones de poetas surrealistas, con los que pensaba que podía comprarse un estanco entero, apenas le dieron para un paquete de Players. Una primera edición de Balzac le alcanzó para comprarse dos paquetes de Lucky. Flaubert estaba mejor cotizado y pudo fumar una semana entera Gauloises gracias a sus libros. Pero aún le quedaba una humillación por sufrir al peruano: en su biblioteca sólo quedaban diez ejemplares de Los gallinazos sin pluma, su primer libro, impreso en humilde edición limeña por un amigo suyo. Los llevó al librero de viejo que mejor lo había tratado y el librero, al ver la tosca edición, le dijo: no, por aquí no paso, vaya a Gibert, que compra libros al peso. Eso hizo. Pesaron los diez ejemplares y le dieron monedas suficientes para que se comprara un paquete de Gitanes. Su biblioteca, literalmente se hizo humo. Busco en abebooks ahora y veo que hay sólo un ejemplar de Los gallinazos... a la venta: lo tiene un librero americano en 250 dólares. Dan para muchos cigarrillos.

Quizá por eso, el destino que muchos escritores prefieran para sus libros sea el de la Fundación. Es el que, por ejemplo, eligió para su biblioteca Caballero Bonald,custodiada ahora en la sede de la Fundación que lleva su nombre en Jerez de la Frontera.

¿Hangares con goteras?
Allí pueden acudir críticos y estudiosos de la generación del 50 para curiosear en las dedicatorias que sus compañeros de viaje estampaban en los ejemplares que regalaban a Pepe Caballero. Bonald fue secretario, durante largo tiempo, de Camilo José Cela, cuya inmensa biblioteca, una de las mejores de su época, saltó hace poco a las páginas de actualidad de los periódicos porque buena parte de ella, según los trabajadores de la Fundación Cela, se guardaba en cajas olvidadas en un hangar con goteras.

Insisto, ser columna vertebral de una Fundación parece ser el destino natural en España de las bibliotecas de los escritores que hayan tomado estas precauciones: vivir lo suficiente como para inspirar una Fundación, y haber nacido en una villa no muy grande, porque los Ayuntamientos de las grandes ciudades no están para gaitas. Alguno de esos pueblos tienen a la Fundación del escritor patrio como fuente de ingreso, fomentando el turismo. En Moguer está la Fundación J.R.J, que conserva una pequeña parte de la biblioteca del poeta, biblioteca que pasó por varios avatares novelescos, pues fue robada, a punta de pistola, por eminentes intelectuales falangistas, encabezados por Félix Ros, en cuanto fue tomado Madrid. En Moguer los libros de la biblioteca de JRJ sólo hacen bonito, simbolistas franceses y volúmenes modernistas: forman parte de la decoración. El grueso de su biblioteca y archivo está en Río Piedras, en la Universidad de San Juan de Puerto Rico. Peor suerte le cupo a la biblioteca de Aleixandre, imaginen con qué volúmenes: no inspiró al Ayuntamiento de Madrid ninguna Fundación. Legada por el Nobel a Carlos Bousoño, cuando se trataba de venderla al Centro de la Generación del 27 de Málagala familia de Aleixandre interpuso una demanda que la justicia acabó desestimando.

La biblioteca de J. M. Alfaro
El Centro de la Generación del 27, que dirige Mesa Toré, tiene, en efecto, como columna vertebral una espléndida biblioteca formada por varios imponentes fondos bibliográficos y una imprenta, la mítica Minerva donde Altolaguirre y Prados imprimieron las primeras cosas de muchos de sus compañeros de generación. La biblioteca del 27 se alimenta sobre todo de donaciones (sin ser exhaustivo, tienen los archivos de Pérez Clotet, Emilio Prado, Souvirón o Moreno Villa), pero también de compras efectuadas a los dueños de las bibliotecas: por ejemplo le compraron la extensa biblioteca y el no menos extenso archivo al poeta Francisco Giner de los Ríos con la condición de que no se integrara en la biblioteca del Centro hasta que le llegara la hora de la muerte. También se le compró el archivo María Teresa León-Rafael Alberti a Aitana Alberti, y el de Leopoldo Panero a sus herederos.

Sobre la biblioteca de éste último corrían en el Madrid de la movida excelentes anécdotas acerca de cómo Michi Panero iba desmigajando la biblioteca de su padre para pagarse sus cosas, poquito a poco; lo mismo que se decía que hacía el hijo de Giménez Caballero: el Rastro de aquellos años parecía, por lo que ofrecía, una librería del Cecil Court de la buena época en la que Cyrill Connolly escribió: "las dos palabras más detestables de cualquier idioma son segunda edición". También, según recuerda el coleccionista Marco Antonio Iglesias, se ponía a vender pocas cositas cada domingo un señor atildado de pelo blanco, que ofrecía, a precios altos, para que se supiera que sabía lo que vendía, cosas del 27 y el 98. Todas ellas tenían una sola en común: estaban dedicadas a José María Alfaro, escritor hoy olvidado. La de Alfaro era una excelente biblioteca porque le gustaba coleccionar, y tenía muchos amigos escritores que el tiempo ha revitalizado -Foxá, Sánchez Mazas, Ruano, Torrente...

No todas las bibliotecas de escritor, naturalmente, son buenas bibliotecas: algunas sólo resultan útiles como meros espejos del escritor que fue su propietario, y despedazadas en un rastro, no vale mucho si ese escritor, además, no tuvo demasiados amigos que le dedicaran sus libros. Pero nunca se sabe qué biblioteca será más valiosa en el futuro: hay bibliotecas que hoy mismo no valdrían demasiado en una subasta -supongamos, la de alguien de mi generación, que no compra primeras ediciones, pero es tan simpático que todos los escritores de la generación anterior y la posterior le envían sus libros dedicados pero que quizá dentro de 20 años multiplique su valor actual. Y es que los libreros de viejo, por muy independientes que se digan, cada vez siguen más las consignas de la actualidad, de donde una primera edición de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, publicada en 1998, ronde los 300 euros, mientras que una primera edición de La verdad sobre el caso Savolta, publicada en 1975, no llegue a los 50.

Cazadores de rastros
Los rastros, las almonedas, son bancos sin fondo. Quien más sabe de ello es Bonet y Trapiello, que van en singular en esta ocasión como Ortega y Gasset: aunque cada uno tenga su biblioteca, todos los que hablan de ellos como cazadores de el Rastro parece que se refieren a un solo personaje. Es una broma, claro. Trapiello ha escrito las páginas más hermosas sobre el lugar: sacadas de su Salón de Pasos Perdidos, podrían formar un volumen exento que tomara el testigo de la obra maestra de Gómez de la Serna. Bonet todavía encuentra cosas increíbles -La sombra de una princesa de Isaac Muñoz, la plaquette futurista de Julius Evola- jugando con dos circunstancias: su enciclopédica información y la ignorancia del que sólo está vendiendo papel.

De rastros sabe también mucho José Carlos Cataño, que mantiene un blog sobre sus correrías de amanecida en los Encantes, Barcelona. La Universidad de Sevilla publica en estos días su libro De rastros y encantes, donde da buena cuenta de sus venturas y desventuras: es un libro delicioso. En cuanto al tema que nos concierne, bibliotecas de grandes escritores que se despedazan en las almonedas, cuenta que en efecto ha visto hace pocos domingos muchos libros dedicados a un importante autor barcelonés en el mercado de Sant Antoni, y que curiosamente ese mismo autor se pilló un cabreo de gran hombre cuando vio en una librería de viejo muchos de sus libros, dedicados por él, y vendidos por aquel al que se los dedicó. Cataño, me dice, ya no dedica libros a gente que no conoce: los manda con una tarjetita. Porque los críticos, naturalmente, son los que más a menudo hacen brutal crítica literaria llamando a un librero de viejo para que se lleven varias cajas de novedades al mes: ningún crítico vive en una casa tan grande como para acoger todo lo que los críticos reciben al año. Rafael Conte depositaba cajas y cajas de libros en las casetas de la Cuesta de Moyano, y allí podía ir uno a ver las dedicatorias halagadoras con que tantos narradores temerosos le doraban la píldora. Dice Cataño que en los Encantes una buena mañana dio con toda una biblioteca de libros de un crítico de La Vanguardia: podía entender que el crítico se hubiese deshecho de aquellos cientos de libros, lo que no era comprensible era que ensuciase cada tomo con su ex libris. ¿Quería que se supiera que aquellos libros habían merecido su desprecio? Puede ser. La verdad sea dicha, es fácil comprender a los críticos: uno, sin serlo, practica a veces esa modalidad de la crítica literaria que es la mudanza y se ve obligado a desprenderse de decenas de volúmenes. Quien sabe mucho de bibliotecas de autores importantes es Jesús Marchamalo, que se sumergió en la de Cortázar para desvelarnos a un lector minucioso que ensuciaba los libros con sus anotaciones.

Marchamalo publica en estos días Donde se guardan los libros, una serie de entrevistas a autores actuales cuyas bibliotecas visita. Ahí nos enteramos de que Vargas Llosa, que tiene la biblioteca dividida en varias ciudades, puntúa cada libro que lee del 1 al 20; que el infierno está para Gamoneda arriba, en un desván donde guarda los libros que no va a volver a abrir, y que para Pérez-Reverte el infierno está abajo, en un sótano donde quedan los libros que no le interesan y del que raramente escapa algún volumen (ahí tiene Los Detectives Salvajes de Bolaño, por ejemplo). Imposible no preguntarse, al ver las buenas fotos que ilustran el libro, cuáles de estas bibliotecas serán un día columna vertebral de una Fundación o serán expuestas al viento de los libreros.

Pero acabar como ombligo de una Fundación o ser despedazada por los herederos no son los únicos destinos posibles para las bibliotecas de los escritores. En Estados Unidos, las Universidades suelen pelearse por conseguir que, mientras están vivos, los escritores les cedan los derechos sobre sus archivos y bibliotecas, a veces a cambio de un estipendio o incluso de un puesto: allí consideran que la escritura creativa puede ser una asignatura. En España no parece que muchas universidades estén aún por la labor de comunicarse con escritores provectos para preguntarles qué destino han pensado para sus bibliotecas, pero hay quien, como Francisco Rico, según Marchamalo, se está deshaciendo de una parte importante de su biblioteca para entregarla a la de su Universidad, imponiéndo una condición: que no aparquen sus libros en una sala especial que lleve su nombre, sino que se integren en el fondo de la Biblioteca.

Secretos de estanterías
Lamentablemente que un escritor ceda su biblioteca a una Universidad, por muy americana que sea, no es garantía de haberle asegurado el futuro. Durante sus últimos años de docencia, Américo Castro, que después de la guerra dio clases en muchas universidades norteamericanas, quiso que el destino de su espléndida biblioteca fuese la Universidad de San Diego (California). Allí se quedaron, hasta que muchos de ellos sufrieron la mentecatez de un expurgo realizado por un analfabeto (bendito sea), que decidió liquidar los fondos de la biblioteca de Castro sacándolos en cajones para que quien pasara por allí se llevara lo que le apeteciese. Gracias al mentecato unos cuantos libreros de viejo hicieron su agosto: libros de Salinas, Guillen, Juan Ramón, Aleixandre, Alberti, Cernuda, dedicados, todos ellos con el ex libris de Américo Castro en la guarda delantera, dejaron de pertenecer a la biblioteca de Américo Castro para hacer felices a coleccionistas de todo el mundo.

Andrés Trapiello


Confiesa Andrés Trapiello, avezado cazador de bibliotecas, que "cuando se vende un libro viejo suele ser porque ha muerto su dueño, porque necesita el dinero o porque ha dejado de gustarle o no le gusta lo suficiente como para seguir teniéndolo consigo. Así que cada libro viejo viene con una historia. Y todo es relativo: los libros, aunque se hayan pagado por ellos millones, no siempre están en las mejores manos. La rueda de la fortuna también rige para los libros, que un día están mejor y otros peor, según con quién. En mi caso, los viejos han sido la alegría en la casa del pobre, y ha durado mucho".

A él, por ejemplo, le hizo ilusión encontrar en el Rastro la primera edición de La Fontana de Oro, dedicada por Galdós a José María de Pereda. "Pereda se quejó años despues de que Galdós no le enviara los libros dedicados", explica. También se ha topado con obras suyas dedicadas, "mías y de todo el mundo. Y entonces pienso en lo que decía en la primera pregunta, pero me alegra saber que quizá su segunda vida sea mejor que la primera". De su biblioteca, en cambio, afirma no saber cuál será su destino, pero le gustaría que sus libros "acabaran en manos de gentes que los estimaran y cuidaran, y sólo en el supuesto de que fueran a leerlos. Nada de bibliófilos que tienen los libros en las paredes como esos trofeos de caza tan fúnebres"

¿Las bibliotecas de un coetáneo más valiosas en el futuro? "De las que conozco, la de Abelardo Linares y la de Bonet."


José Carlos Cataño


"Salvo la vez en que un sabio notario barcelonés legó su inmensa biblioteca a todo aquel que se interesara por sus libros, las bibliotecas las he ido encontrando troceadas. De eso hablo en De rastros y encantes. Yo sólo soy un modesto encontrador, y sé que no se encuentra lo que se busca, sino lo que nos despierta el deseo de encontrar algo algún día. Por lejano y curioso, recuerdo una Antología de haikais japoneses antiguos y modernos, un ejemplar dedicado, de los cien que se tiraron en Tokio en 1930, de Kasai Shizuo, que vivió en el Madrid de los años veinte".

A juicio de Cataño, "los hijos de los escritores que acaban saldando sus libros no suelen tener la culpa de su ignorancia, que es lo que suelen heredar. Peor me parecen la ignorancia y el desprecio de las instituciones, por no hablar de las viudas, viudos y albaceas que tratan de reescribir la trayectoria de un escritor. En mi caso me he encontrado en almonedas y librerías de viejo con libros míos dedicados menos veces de las deseables y menos los títulos que más me interesan para volver a regalar. Pero los milagros existen: hace poco me encontré, en un ejemplar dedicado a Vila-Matas, el original mecanográfico de una conferencia mía, "La mujer de Lot". Y confiesa sus dudas: si tuviera que señalar una biblioteca a saquear de un contemporáneo, se debate "entre la de Juan Manuel Bonet y la de Trapiello".

23.8.11

Leer sin fundamento

El autor plantea que leer es un acto en sí mismo infundado pero que paradójicamente se halla condicionado por el consenso relativo de cualquier gusto imperante, o por los dictados de críticos prestigiosos

No se cómo, cuándo, ni por qué empecé a leer. Pero si sé porque he continuado leyendo.foto:archivo.fuente:colaboración

Desde siempre me recuerdo leyendo; viviendo ilegalmente, como un intruso, en las historias invisibles y los cosmos virtuales que emergen desde los 28 signos del alfabeto. Con el poder de un demiurgo la tinta se desliza, permutándose, proliferando, sobre la tersa superficie de un papel que siempre tendría que ser como una placenta para mis ensueños y confrontaciones.

No se cómo, cuándo, ni por qué empecé a leer. Pero si sé porque he continuado leyendo.

No obstante, hay tiempos aciagos en que abatido por el aburrimiento no encuentro qué leer. Me aburren y abrumaban los textos que no alcanzan a procurarme ese exquisito, excepcional y maravilloso placer catártico, ese conocimiento abisal, esa abreacción que siempre busco en la lectura. De ninguna manera afirmo que no existan todavía muchas obras maestras dignas de ser leídas, que no he leído, y que podría leer. Solo afirmo que únicamente quiero leer lo que me de la gana. Lo que me satisfaga esa gana de placer y sabiduría heterodoxa, esa gana de terror sublime o de carcajada o compasión sonriente. Sólo quiero seguir la muy arbitraria, caprichosa y conspicua veleidad de mis apetencias. Sólo deseo leer lo que extáticamente agite mis númenes y fantasmas insaciables o señale mis máscaras innombrables. Cuando no encuentro qué leer, entonces, quiero y pretendo escribir la historia soñada que yo mismo ansiaría leer.

Sin ninguna culpa saboreo el mortífero sopor que me provocan el Ulises de Joyce o los textos de Antonio Lobo Antunes. Antes de hastiarme alcancé a leer algunas páginas de Los detectives salvajes. Y como sé muy bien que son reputados literatos, no me atrevo a removerlos de mi congestionada mesa de noche donde reposan, injustamente, junto a los otros libros que tal vez nunca leeré, a los que apenas pude comenzar y no supe continuar leyendo, o a los que sólo puedo leer de vez en cuando, distraídamente y entre bostezos.

De manera muy distinta, a veces, recuerdo el vulgar deleite que en alguna época me depararon las novelitas de Corín Tellado. Como olvidar la veleidosa fruición del inolvidable Salgari, de quien perseguí la continuación de una de sus historias para conocer el desenlace, insoportablemente interrumpido, al final de un libro que continuaba en otro, al que durante años y años busqué sin lograrlo encontrar hasta que un hada milagrosa tuvo la muy sesuda y suspicaz ocurrencia de regalármelo. Como olvidar esa emoción impura y exultantemente hollywoodense de los bestsellers que redactan aquellos mercenarios de la escritura, que sin ningún empacho pregonan que su negocio es vender novelas.

Pero quiero justificar y compensar también los desatinos de mi gusto. A carcajada limpia me he batido con El Quijote y El Buscón. Con gusto he padecido el terror sublime de Poe y Lovecraf, y degustado, sin cansancio ni hastío, el inigualable placer de leer a Proust. Desde el conocimiento abisal que procuran Artaud, Sade, Bataille y Castaneda, cualquiera puede arrojarse en la catársis que desatan Edipo y Segismundo. Cada vez que puedo rescato la abreacción que procuran siempre las gestas insumisas de Don Juan, Fausto y Henry Miller. Aunque las sospechosas apariencias así lo indiquen, no haré ninguna otra enumeración para no pecar de recalcitrante pedantería

André Guide no quiso, no supo, o no pudo leer a Proust. En su época de aparición casi nadie leyó a Moby Dick. Durante la edad neoclásica Shakespeare dejó de ser leído como un gran autor hasta que de nuevo lo reivindicaron los románticos. Algún lector ilustrado exaltaba a Vargas Vila en detrimento del mequetrefe de Proust. Insignes editores no han sabido leer a grandes literatos. No alcanzo a imaginar la desazón metafísica del infeliz editor que no supo leer en el Código Da Vinci las posibilidades de ventas millonarias.

Con estos ejemplos solo pretendo argüir que el acto de la lectura carece de cualquier fundamento que lo regule y legitíme objetivamente, más allá de sí mismo, o con respecto a las normas de alguna verdad superior de donde deduciría su validez.

Leer es un acto en sí mismo infundado pero que paradójicamente se halla condicionado por el consenso relativo de cualquier gusto imperante, o por los dictados de críticos prestigiosos. Los parámetros de cualquier estética determinada se absolutizan para encomiar los valores que la representan y demeritar lo que no responde a sus dictados.

Si el gran Gide no supo leer a Proust fue porque la burbuja dorada de sus propios dogmas se lo impidió. Shakespeare no encajaba en los cánones neoclásicos. Rechazaron al Código Da Vinci porque no respondía a la visión de mercado que guiaba a esa desgraciada editorial. El prestigio y los premios literarios también obedecen a esa dinámica arbitraria del juicio de lectura sesgado por el prejuicio estético o por una determinada escuela crítica o ciertas exigencias políticas o culturales. Ninguna objetividad es posible en la lectura porque nunca han existido verdaderos principios fundamentales que la sustenten. En la edad del nihilismo nos toca leer sin fundamento.

Parafraseando a Nietzsche -en la interpretación de G. Vattimo- el nihilismo es la situación en la que el hombre reconoce explícitamente la ausencia de fundamento como constitutiva de su propia condición.

Para leer sin fundamento es preciso desatar dentro de nuestra subjetividad lo que Foucault llamó una lucha transversal que deconstruya los pretendidos fundamentos culturales que nos sujetan y predeterminan como si fuesen verdades absolutas. Fundamentos que no pueden ser fundamento por que son simples construcciones o consensos relativos a una época, visión de mundo, o tendencia estética. También seria preciso enfrentar críticamente los supuestos fundamentos que podrían hallarse implícitos o expuestos en el texto leído como si fuesen la representación de alguna verdad trascendente.

Leer sin fundamento implica abrirse completamente al texto para que su otredad misteriosa, para que su alteridad interrogante relativice nuestros dogmas, rompa nuestra burbuja dorada. Por esto tengo en mi mesa de noche atestada de todos aquellos libros que no he sabido leer. Espero que su potencial influjo destruya un día las resistencias inconscientes que me sobredeterminan para lograr, por fin, leer el Ulises de Joyce.

Simón Jánicas

25.7.11

El arte de contar historias

"Hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento"
Jorge Luis Borges: Arte poética, uno de su más raros libros compilados a partir de sus conferencias en inglés y traducido por Justo Navarro.foto:archivo.fuente:olvidada

Las distinciones verbales deberían ser tenidas en cuenta, puesto que representan distinciones mentales, intelectuales. Pero es una lástima que la palabra «poeta» haya sido dividida en dos. Pues hoy, cuando hablamos de un poeta, sólo pensamos en alguien que profiere notas líricas y pajariles del tipo de «With ships the sea was sprinkled far and nigh, / Like stars in heaven» («Con barcos, el mar estaba salpicado aquí y allá como las estrellas en el cielo»; Wordsworth), o «Music to hear, why hear'st thoumusic sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy» («¿Por qué, siendo tú música, te entristece la música? / Placer busca placeres, ama el goce otro goce»; Shakespeare). Mientras que los antiguos, cuando hablaban de un poeta –un «hacedor»–, no lo consideraban únicamente como el emisor de esas elevadas notas líricas, sino también como narrador de historias. Historias en las que podíamos encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también las voces del coraje y la esperanza. Quiere decir que vaya hablar de lo que supongo la más antigua forma de poesía: la épica. Ocupémonos de ella un momento.
Quizá el primer ejemplo que nos venga a la mente sea La historia de Troya, como la llamó Andrew Lang, que tan certeramente la tradujo. Examinaremos en ella la antiquísima narración de una historia. Ya en el primer verso encontramos algo así: «Háblame, musa, de la ira de Aquiles». O, como creo que tradujo el profesor Rouse: «An angry man –that is my subject. («Un hombre iracundo: tal es mi tema»). Quizá Hornero, o el hombre a quien llamamos Homero (pues ésta es, evidentemente, una vieja cuestión), pensó escribir un poema sobre un hombre iracundo, y eso nos desconcierta, pues pensamos en la ira a la manera de los latinos: «ira furor brevis». La ira es una locura pasajera, un ataque de locura. Es verdad que la trama de la lliada no es, en sí, precisamente agradable: esa idea del héroe malhumorado en su tienda, que siente que el rey lo ha tratado injustamente, emprende la guerra como una disputa personal porque han matado a su amigo y vende por fin al padre el cadáver del hombre al que ha matado.
Pero quizá (puede que ya lo haya dicho antes; estoy seguro), las intenciones del poeta carezcan de importancia. Lo que hoy importa es que, aunque Homero creyera que contaba esa historia, en realidad contaba algo mucho más noble: la historia de un hombre, un héroe, que ataca una ciudad que sabe que no conquistará nunca, un hombre que sabe que morirá antes de que la ciudad caiga; y la historia aun más conmovedora de los hombres que defienden una ciudad cuyo destino ya conocen, una ciudad que ya está en llamas. Yo creo que éste es el verdadero tema de la lliada. y, de hecho, los hombres siempre han pensado que los troyanos eran los verdaderos héroes. Pensamos en Virgilio, pero también podríamos pensar en Snorri Sturluson, que, en su más joven edad, escribió que Odín –el Odín de los sajones, el dios– era hijo de Príamo y hermano de Héctor. Los hombres siempre han buscado la afinidad con los troyanos derrotados, y no con los griegos victoriosos. Quizá sea porque hay una dignidad en la derrota que a duras penas le corresponde a la victoria.
Tomemos un segundo poema épico, Podemos leerlo de dos maneras. Supongo que el hombre (o la mujer, como pensaba Samuel Butler) que la escribió no ignoraba que en realidad contenía dos historias: el regreso de Ulises a su casa y las maravillas y peligros del mar. Si tomamos la Odisea en el primer sentido, entonces tenemos la idea del regreso, la idea de que vivimos en el destierro y nuestro verdadero hogar está en el pasado o en el cielo o en cualquier otra parte, que nunca estamos en casa.
Pero evidentemente la vida de la marinería y el regreso tenían que ser convertidos en algo interesante. Así que, poco él poco, se fueron añadiendo múltiples maravillas. y ya, cuando acudimos a Las mil una noches, encontramos que la versión árabe de la Odisea, los siete viajes de Simbad el marino, no son la historia de un regreso, sino un relato de aventuras; y creo que como tal lo leemos. Cuando leemos la Odisea, creo que lo que sentimos es el encanto, la magia del mar; lo que sentimos es lo que el navegante nos revela. Por ejemplo: no tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de anillos, ni para el goce de la mujer, ni para la grandeza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas. Así tenemos las dos historias en una: podemos leerla como un retorno a casa y como un relato de aventuras, quizá el más admirable que jamás haya sido escrito o cantado.
Pasemos ahora a un tercer «poema» que destaca muy por encima de los otros: los cuatro Evangelios. Los Evangelios también pueden ser leídos de dos maneras. El creyente los lee como la extraña historia de un hombre, de un dios, que expía los pecados de la humanidad. Un dios que se digna sufrir, morir, en la «bitter cross» («amarga cruz»), como señala Shakespeare. Existe una interpretación aun más extraña, que encuentro en Langland. La idea de que Dios quería conocer en su totalidad el sufrimiento humano, que no le bastaba con conocerlo intelectualmente, tal como le era divinamente posible; quería sufrir como un hombre y con las limitaciones de un hombre. Pero quien (como muchos de nosotros) no es creyente puede leer la historia de otra manera. Podemos pensar en un hombre de genio, un hombre que se creía un dios y al final descubre que sólo era Un hombre y que Dios –su dios– lo había abandonado.
Digamos que durante muchos siglos, estas tres historias –la de Troya, la de Ulises, la de Jesús–le han bastado a la humanidad. La gente las ha contado y las ha vuelto a contar una y otra vez; les ha puesto música, las ha pintado. Han sido contadas muchas veces, pero las historias perduran, sin límites. Podríamos pensar en alguien que, dentro de mil o diez mil años, una vez más volviera a escribirlas. Pero, en el caso de los Evangelios, hay una diferencia: creo que la historia de Cristo no puede ser contada mejor. Ha sido contada muchas veces, pero creo que los pocos versículos en los que leemos, por ejemplo, cómo Satán tentó a Cristo tienen más fuerza que los cuatro libros del Paradise Regained. Uno intuye que Milton quizá ni sospechaba la clase de hombre que fue Cristo.
Bien, tenemos estas historias y tenemos el hecho de que los hombres no necesitan demasiadas historias. Imagino que Chaucer jamás pensó en inventar una historia. No pienso que la gente fuera menos inventiva en aquellos días que hoy. Pienso que se contentaba con las nuevas variaciones que se añadían al relato, las sutiles variaciones que se añadían al relato. Esto, además, facilitaba la tarea del poeta. Sus oyentes y lectores sabían lo que iba a decir y podían apreciar las diferencias en su justa medida.
Ahora bien, la épica –y podemos considerar los Evangelios una especie de épica divina– lo admite todo. Pero la poesía, como he dicho, ha sufrido una división; o, mejor, por un lado tenemos el poema lírico y la elegía, y por otro tenemos la narración de historias: tenemos la novela. Uno casi siente la tentación de considerar la novela como una degeneración de la épica, a pesar de escritores como Joseph Conrad o Herman Melville. Pues la novela recupera la dignidad de la épica.
Si pensamos en la novela y la épica, nos vemos tentados a pensar que la principal diferencia estriba en la diferencia entre verso y prosa, entre cantar y exponer algo. Pero pienso que hay una diferencia mayor. La diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe: un hombre que es un modelo para todos los hombres. Mientras, como Mencken señaló, la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje.
Esto nos lleva a otra cuestión: ¿Qué pensamos de la felicidad? ¿Qué pensamos de la derrota, de la victoria? Hoy, cuando la gente habla de un final feliz, lo considera una mera condescendencia hacia el público o un recurso comercial; lo consideran artificioso. Pero durante siglos los hombres fueron capaces –de creer sinceramente en la felicidad y en la victoria, aunque sentían la imprescindible dignidad de la derrota. Por ejemplo, cuando la gente escribía sobre el Vellocino de Oro (una de las historias más antiguas de la humanidad), oyentes y lectores sabían desde el principio que el tesoro sería hallado al final.
Bien, hoy, si se emprende una aventura, sabemos que acabará en fracaso. Cuando leemos –y pienso en un ejemplo que admiro – Los papeles de Aspern, sabemos que los papeles nunca serán hallados. Cuando leemos El castillo de Franz Kafka, sabemos que el hombre nunca entrará en el castillo. Es decir, no podemos creer de verdad en la felicidad y en el triunfo. Y quizá ésta sea una de las miserias de nuestro tiempo. Me figuro que Kafka sentía prácticamente lo mismo cuando deseaba que sus libros fueran destruidos: en realidad quería escribir un libro feliz y victorioso, y se daba cuenta de que le era imposible. Hubiera podido escribirlo, evidentemente, pero el público habría notado que no decía la verdad. No la verdad de los hechos, sino la verdad de sus sueños.
Digamos que, a fines del siglo XVIII o principios del XIX (para qué molestarnos en discutir las fechas), el hombre empezó a inventar tramas. Quizá podríamos decir que la empresa partió de Hawthorne y Edgar Allan Poe, aunque, evidentemente, siempre hay precursores. Como Rubén Darío señaló, nadie es el Adán literario. Pero fue Poe el que escribió que un relato debe ser escrito atendiendo a la última frase, y un poema atendiendo al último verso. Esto degeneró en el relato con truco, y en los siglos XIX y XX la gente ha inventado toda clase de tramas. Estas tramas son a veces muy ingeniosas; si nos limitamos a contarlas, son más ingeniosas que las tramas de la épica.
Pero, por alguna razón, notamos en ellas algo artificioso; o, mejor, algo trivial. Si tomamos dos casos –supongamos que la historia del doctor Jekyll y el señor Hyde, y una novela o una película como Psicosis–, puede que la trama de la segunda sea más ingeniosa, pero intuimos que hay más detrás de la trama de Stevenson.
En cuanto a la idea que formulé al principio, la de que sólo existe un número reducido de tramas, quizá deberíamos mencionar esos libros en los que el interés no radica en la trama sino en la variación, en el cambio, de múltiples tramas. Estoy pensando en Las mil y noches, en el Orlando furioso y otras por el estilo. Podríamos añadir también la idea de un tesoro maligno. La tenemos en la Völsunga Saga, y quizá al final de Beowulf: la idea de un tesoro que trae males a la gente que lo encuentra. Aquí podríamos llegar a la idea que intenté desarrollar en mi última conferencia, sobre la metáfora: la idea de que quizá todas las tramas correspondan sólo a unos pocos modelos. Hoy, por supuesto, la gente inventa tantas tramas que nos ciegan. Pero quizá flaquee tal ataque de ingenio y descubramos que todas esas tramas sólo son apariencias de un reducido número de tramas esenciales. Y esto, para mí, está fuera de discusión.
Hay que señalar otro hecho: los poetas parecen olvidar que, alguna vez, contar cuentos fue esencial y que contar una historia y recitar unos versos no se concebían como cosas diferentes. Un hombre contaba una historia, la cantaba; y sus oyentes no lo consideraban un hombre que ejercía dos tareas, sino más bien un hombre que ejercía una tarea que poseía dos aspectos. O quizá no tenían la impresión de que hubiera dos aspectos, sino que consideraban todo como una sola cosa esencial.
Llegamos ahora a nuestro tiempo, donde encontramos esta circunstancia verdaderamente extraña: hemos vivido dos guerras mundiales, pero, por alguna razón, no ha surgido de ellas una épica; excepto, quizá, Los siete pilares de la sabiduría. En Los siete pilares de la sabiduría encuentro muchas cualidades épicas. Pero el libro está lastrado por el hecho de que el héroe es el narrador, por lo que a veces debe empequeñecerse, humanizarse, hacerse verosímil en exceso. De hecho, se ve obligado a incurrir en los trucos del novelista.
Hay otro libro, hoy bastante olvidado, que leí, me parece, en 1915: una novela llamada Le Feu, de Henri Barbusse. El autor era pacifista; era un libro contra la guerra. Pero, en cierta medida, la épica atravesaba el libro (me acuerdo de una magnífica carga con bayonetas). Otro escritor que poseía el sentido de lo épico fue Kipling. Lo comprobamos en un relato tan maravilloso como «A Sahib's War», Pero, de la misma manera que Kipling nunca practicó el soneto, porque consideraba que podía distanciarlo de sus lectores, nunca cultivó la épica, aunque podría haberlo hecho. También recuerdo a Chesterton, que escribió «La balada del caballo blanco», un poema sobre las guerras del rey Alfredo contra los daneses. En él encontramos metáforas muy raras (¡me pregunto cómo me olvidé de citarlas en la charla anterior!): por ejemplo, «mármol como sólida luz de luna», «oro como fuego helado», donde el mármol y el oro son comparados con dos cosas que son aun más elementales. Son comparados con la luz de la luna y el fuego, y no con el fuego exactamente, sino con un mágico fuego helado.
En cierta manera, la gente está ansiosa de épica. Pienso que la épica es una de esas cosas que los hombres necesitan. De todos los lugares (y esto podría introducir una especie de anticlímax, pero es un hecho), ha sido Hollywood el que más ha abastecido de épica al mundo. En todo el planeta, cuando la gente ve un western –al contemplar la mitología del jinete, el desierto, la justicia, el sheriff, los disparos y todo eso–, creo que capta la emoción de la épica, lo sepa o no. A fin de cuentas, no es importante saberlo.
Ahora bien, no quiero hacer profecías, porque tales cosas son arriesgadas (aunque, a la larga, pueden convertirse en verdad), pero creo que, si la narración de historias y el canto del verso volvieran a reunirse, sucedería algo muy importante. Quizá empiece en Estados Unidos, pues, como ustedes saben, Estados Unidos posee un sentido ético de lo que está bien y lo que está mal. Quizá lo posean otros países, pero no creo que se dé tan evidentemente como lo descubro aquí. Si llegara a suceder, si pudiéramos volver a la épica, entonces se habría conseguido algo muy grande. Cuando Chesterton escribió «La balada del caballo blanco» obtuvo buenas críticas y esas cosas, pero los lectores no le fueron favorables. De hecho, cuando pensamos en Chesterton, pensamos en la saga del Padre Brown y no en ese poema.
Sólo he meditado sobre el asunto a una edad más bien avanzada; y, además, no creo haber ensayado la épica (aunque quizá haya dejado dos o tres líneas épicas). Es una tarea para hombres más jóvenes. y conservo la esperanza de que lo harán, porque evidentemente todos tenemos la sensación de que, en cierta medida, la novela está fracasando. Piensen en las principales novelas de nuestro tiempo, el Ulises de Joyce por ejemplo. Se nos han dicho miles de cosas sobre los dos personajes, pero no los conocemos. Conocemos mejor a los personajes de Dante o de Shakespeare, que se nos presentan –que viven y mueren– en unas pocas frases. No conocemos miles de circunstancias sobre ellos, pero los conocemos íntimamente. Eso, desde luego, es mucho más importante.
Pienso que la novela está fracasando. Pienso que todos esos experimentos con la novela, tan atrevidos e interesantes –por ejemplo, la idea de los cambios de tiempo, la idea de que la historia sea contada por distintos personajes–, todos se dirigen al momento en que sentiremos que la novela ya no nos acompaña. Pero hay algo a propósito del cuento, del relato, que siempre perdurará. No creo que los hombres se cansen nunca de oír y contar historias. y si junto al placer de oír historias conservamos el placer adicional de la dignidad del verso, entonces algo grande habrá sucedido. Quizá yo sea un anticuado hombre del siglo XIX, pero soy optimista y tengo esperanza: y, puesto que el futuro contiene muchas cosas –quizá el futuro contenga todas las cosas–, pienso que la épica volverá a nosotros. Creo que el poeta volverá a ser otra vez un hacedor. Quiero decir que contará una historia y la cantará también. Y no consideraremos diferentes esas dos cosas, tal como no las consideramos diferentes en Homero o Virgilio.

Borges, Jorge Luis, Arte poética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001. Pags. 61-74. (Seis conferencias sobre poesía pronunciadas en inglés en la Universidad de Harvard durante el curso 1967-1968) Traducción de Justo Navarro.

20.7.11

El logo del buscador está dedicado a nuestra fiesta nacional que se celebra hoy, 20 de julio

Homenaje de Google al 20 de Julio, Fiesta de la Independencia de Colombia
Como parte de la celebración de la Independencia de Colombia, el logo del buscador estará dedicado a nuestra fiesta nacional con una imagen realizada por la ilustradora colombiana Claudia Rueda, ganadora del Premio de la Sociedad de Ilustradores y Escritores para Niños de Estados Unidos y escritora de algunos de los más reconocidos libros educacionales en entidades como Unicef.
La artista gráfica señalo que con este 'doodle' (como se conoce al logo de Google en la Red) se hace un homenaje a personajes de la historia nacional como José Celestino Mutis, gestor de la Real Expedición Botánica y de Gabriel García Márquez al recordar sus afamadas mariposas amarillas.
Google ya había adornado su logo con temas colombianos anteriormente, como la conmemoración del Día de la Independencia en 2008 y en 2010, y con ocasión del pasado Festival Vallenato.

14.6.11

Al otro, a Borges, El Eterno

Hoy por hoy, en los ámbitos universitarios, se ha creado tal encriptación de la literatura de Borges que para llegar a entenderlo se inventan seminarios cuando lo propio es simplemente leerlo tal y cual lo leí, y lo sigo leyendo, sin arandelas de sistematización ni metodologías de categorización de difícil
Al otro, a Borges, el Eterno, es a quien le ocurren las cosas...


Tengo con Jorge Luis Borges, un deslumbramiento fascinante desde aquella remota tarde de mi adolescencia lejana, en mi formación de lector consumado y consumido cuando llegó a mis manos un librito de ensayos titulado, Qué es el budismo. Leí comprendiendo enteramente su erudición y su lógica metafísica, pues en la historia de la literatura, no hay, que yo conozca otro escritor tan preocupado, literariamente hablando, de la filosofía y sus expresiones más altas de los dioses y por supuesto, Dios.

Aquí cabe valerse de la propia expresión acuñada por él, que dice que, la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Muchos años después, volví a usar esta expresión de Borges. La oyó una confundida estudiante de filosofía. Extrañada con tal expresión se la dijo a su profesor de carrera, y suscitó tal inquietud y preocupación en el ámbito universitario de la facultad que después programaron un exhaustivo seminario al que yo- felizmente- no fui invitado para tratar de llegar a entender a Borges.

Como una especie de burla y con un cierto síntoma de aversión siento cuando veo el brotado vientre de una embarazada, sé recordar la frase que dijo el Heresiarca, que la copula y los espejos son abominables porque reproducen a los hombres…

Hoy por hoy, en los ámbitos universitarios, se ha creado tal encriptación de la literatura de Borges que para llegar a entenderlo se inventan seminarios cuando lo propio es simplemente leerlo tal y cual lo leí, y lo sigo leyendo, sin arandelas de sistematización ni metodologías de categorización de difícil.

Después leí TODA su portentosa obra que en el orden de publicación desde su primer libro de cuentos titulado, asimismo, Ficciones, que para la época en Argentina, su natural territorio de lectores, alcanzó un notable reconocimiento. Estoy hablando de 1944 cuando yo todavía no estaba en el plan cósmico de la existencia.

En 1957, Borges ya tenía un reconocimiento internacional, gracias a los franceses. Imagino como yo quedaron deslumbrados de su prosa poética, clara y metálica. Por aquellos años de mi formación de lector,1973 recuerdo haber conocido a un pretendido aspirante a escritor que sólo buscaba la fama a como diera lugar, y no creaba obra, solía decir entonces que Borges nació en una biblioteca y de ahí su pasión por la lectura y escritura. Hasta tenía razón, ese perdido y oscuro escritor que quiso emularlo e intentó hasta copiarlo pero nunca alcanzó la profundidad original ni el tono tan único que trasciende la prosa inconfundible de Borges.

Años después en un taller de otros aspirantes a escritores, se asomó otro advenedizo escritor más a la fama que a la literatura cuyo nombre se volvió para mi inolvidable porque produjo unos textos que fueron publicados, valiéndose de las palancas de un crítico hoy fallecido, en un suplemento literario de un periódico de circulación nacional que durante muchas semanas mantuvo un aviso que buscaba un director. Ese inolvidable nombre es Hildebrando Velandia. Era que sus cuentos estaban cruzados de una rara mescolanza de la prosa de Rulfo con la imaginación de Borges. Yo no sé si ese nombre era de un escritor. Jamás volví a saber de él. De pronto cayó en la vorágine que empezaba a despertarse en el país, estoy hablando de los años 80 de entonces en el tráfico de esmeraldas , y por extensión, un pasito más adelante, al sangriento narcotráfico.

Recuerdo que compré La metamorfosis de Franz Kafka, en la edición de la editorial argentina Losada, donde en cuyos textos Gabriel García Márquez se descubrió escritor. Lo extraordinario fue que subrayé ciertas palabras que desconocía(Borges años después diría en una entrevista televisiva que hay que escribir con las palabras que conoce el lector y no obligarlo a ir al diccionario) Al ver mis palabras subrayadas, un hermano me dijo que nunca raye los libros, sino que extraiga en nota aparte lo que quiero del libro.

Por último, un sociólogo, metido a tallerista de un tradicional café literario de una biblioteca pública, se fascinó con la literatura de Borges, que exhibió un libro, que extrañamente era una traducción de una especie de autobiografía vertida del inglés, donde en este idioma, el argentino más universal empieza a contar cómo siendo bachiller en Ginebra, empieza a aprender por su cuenta, el alemán que se le hace un idioma preciso, y el francés le disgusta, y decide cuando empieza a escribir apropiarse de los ecos de estos idiomas y enriquecer la lengua, esa lengua de otro sabio escritor, Cervantes.

Y qué decir que otra argentina que se colombianizo tanto, la inolvidable Fanny Michey, usó en el primer Festival Iberoamericano de Teatro que ella fundó, sabiendo que por aquellos años se vivieron las primeras explosiones del sangriento narcotráfico del tristemente célebre Pablo Escobar Gaviria. Para realzar el alicaído autoestima colombiano, extrajo del cuento Ulrica, la expresión que dice un personaje, Qué es ser colombiano, Ser colombiano es un acto de fe.

Siempre diré que el mejor homenaje a un escritor que se fue de este mundo, es leerlo porque así sigue más vivo eternamente entre nosotros, los que todavía estamos vivos y seguimos leyendo simplemente a Borges.

Entonces yo apropiado de todo lo borgeano que ha escrito el propio Borges, empiezo a decir, parodiando su cuento Al otro, a Borges, el Eterno, es a quien le ocurren las cosas…

3.6.11

El ruido de las cosas al caer

"Hay un ruido que no logro, que nunca he logrado identificar: un ruido que no es humano o es más que humano, el ruido de las vidas que se extinguen pero también el ruido de los materiales que se rompen.Es el ruido de las cosas al caer desde la altura, un ruido interrumpido y por lo mismo eterno, un ruido que no termina nunca"
Portada de El ruido de las cosas al caer, novela de Juan Gabriel Vásquez.foto:editorial Alfaguara.

Precedida de los brillos y titulares del premio Alfaguara, y yo rompiendo mi conducta de avesado lector: no leer libros de premio, leí de una sentada; mejor, varias sentadas, porque el texto es tramador, y a uno no lo deja aburrirse. Así cumple su cometido, lo cual debe ser la esencial condición de toda novela: no aburrir al lector. Además, El ruido de las cosas al caer, hermoso y poético título cumple ya una vieja premisa básica que debe tener toda novela: hablarnos de las cosas que sólo la novela puede decirnos, y aquí se trata de la intimidad de las vidas de los personajes. Para más señas, que sufren las consecuencias de sus decisiones privadas que van a derivar en vidas que se frustran, donde nacen criaturas, y sus madres contaron una versión, lo más parecida a las historias de los cuentos infantiles que igualmente lo tiene.
El narrador nos cuenta el rollo de esas vidas atravesadas de mentiras. Frustraciones de una época signada por las bombas de lo que se llamó el narcoterrorismo y sus violencias. Tratándose de Colombia nunca se sabe qué grupo violento le dió por poner las bombas, así éstas también provengan de oscuros agentes del propio estado.Sobre todo miedo: el miedo de morir porque sí, al voltear cualquier esquina de una calle transitada como verdaderamente ocurrió en la ficción al narrador. Pero no nos relata un thriller en el mejor de los sentidos de una novela criminal.No. Antonio Yammara es un profesor universitario de derecho, ironia notable, por cierto;(la novela está llena de contrastes: Maya, es dueña de un apiario); que por ese gusto que muchos hombres comparten juegos, en este particular caso: el billar, se hace amigo de Ricardo Laverde, que está pintado muy bien como personaje eje de toda la trama novelesca. Y desarrolla la anécdota de este hombre enigmático, que con él, y en el pasado remoto de sus antepasados, se irá al principio de la aviación colombiana-la parte histórica muy sustancial, y bien contada del relato- y con ello nos va desgranando los episodios de cómo Colombia se fue por el despeñadero al poner a una generación y cruzarla en el ojo del huracán de un problema algido en los últimos treinta años: el inicio privado del narcotráfico y su contraparte:la guerra contra las drogas.
Y la presencia fantasmal, de Pablo Escobar Gaviria, tristemente célebre, por haber implementado el tráfico de cocaína en una escala industrial, y por consiguiente, ante su arrogancia criminal y sanguinaria ya por todos conocida y repudiada. Y de esa decadencia derivada en su hacienda en ruinas, es un hipopótamo cuya noticia de su sacrificio da la chispa para arrancar con el relato, donde el narrador hace vividos homenajes a la aviación: no son gratuitos los epígrafes de Saint- Exupéry y de la poesía de Aurelio Arturo. Con una prosa cuidada llena de aciertos literarios de singular belleza: "...quitó el forro de la mesa, no de un tirón, como lo hacen otros billaristas, sino doblándolo por partes, con meticulosidad, casi con afecto, como se dobla una bandera en un funeral de Estado"; de resonancias muy poéticas, en páginas tras páginas del relato, con un tono poético y poetizado que tiene mucho del tono de El otoño del patricarca, lo mismo el homenaje a esa otra novela que está equivocada en su portada con la letra e puesta adrede al reves, que es el portento bíblico de la narrativa latinoamericana titulada Cien años de soledad. Crítica elocuente a su ciudad, Bogotá: "ciudad de gente solapada y ladina".Las descripciones de los pisos térmicos de los climas de Colombia alcanzan una cierta poética de la humedad y el calor, ha propósito de la ola invernal que sufrimos recientemente.
Vásquez ha asumido con toda responsabilidad de novelista- si es que los novelistas tienen alguna responsabilidad social, que no es otra que escribir bien- la trama de una novela que inicia y sigue el hilo de contarnos los fragores íntimos que derivó el narcofráfico en muchísimas vidas, en una generación completa, en un país, que sufre el estigma como el lastre de ser una potencia universal en el tráfico de este alcaloide.
Pero aquí no se trata de una consabida trama detectivesca de una novela negra y criminal, sino en la investigación y puesta en escena de los episodios íntimos de unas vidas anónimas, que veían en los noticieros de televisión y oían en la radio el estallido de las bombas y los asesinatos de notables como una cosa ajena e indiferente; recoge, creo: algo así como nosotros de rumba mientras el país se derrumba, de allá afuera hasta que le toca en carne propia vivir y vivimos esta parte trágica y violenta en las vidas reflejadas desde la intimidad, que Vásquez lo hace con mano maestra.
Excelente novela para empezar a comprender este fenómeno, que aun sigue y seguirá siendo leitmotiv de análisis, en este caso de vidas humanas, como corresponde al territorio libre y extenso de una novela con mayúscula.

El ruido de las cosas al caer.Juan Gabriel Vásquez.Premio de Novela Alfaguara 2011. Editorial Alfaguara.259 páginas. 41.000 pesos

10.2.11

Blanco nocturno

Un ménage à trois, una fábrica en ruinas, un asesinato y un policía loco puesto a resolverlo son algunos ingredientes de Blanco nocturno, la primera novela en 13 años del autor de Plata quemada


Ricardo Piglia.Foto:Daniel Mordszinki

Imagen de la portada de la última novela de Ricardo Piglia.foto:archivo.

Precedida por una variada y copiosa gama de entrevistas al autor de la obra, Ricardo Piglia, pude ya satisfacer la curiosidad ansiosa de leer su última novela Blanco nocturno.
Un ménage à trois, una fábrica en ruinas, un asesinato y un policía loco puesto a resolverlo son algunos ingredientes de Blanco nocturno, la primera novela en 13 años del autor de Plata quemada.

La novela, como en anteriores textos suyos, se vale del esquema policial, donde una víctima; en este caso, Tony Durán, es asesinado, y por tanto hay que hallar el victimario.El relato desarrolla, valiéndose de un policía loco, Croce la investigación exhaustiva por encontrar el culpable del asesinato de Tony.Y hay culpables que no lo son como inocentes que son culpables.Piglia ha construido una portentosa novela, donde además realiza sutiles homenajes a sus más caros escritores que lo han influenciado. En el camino van apareciendo los motivos, que se convierten, en las maestras manos de la prosa pigliana, en un asunto de verdadera literatura.Un triangulo entre la víctima, Tony Durán y las gemelas Ada y Sofía Belladona, niñas bien del lugar, con apellido y talante de al­caloide, tan idénticas entre sí que tienen "igual hasta la letra", haran las delicias.
"Novela de personajes", según él mismo autor la define.Piglia recupe­ra en Blanco nocturno a Emilio Renzi, alter ego que lo acompaña desde sus primeros cuentos en La invasión (1967), quien llega al pueblo en­viado como cronista de El Mundo, que como cualquier reportero lo pone a escribir notas sobre ese asesinato que ha conmovido a una comunidad de provincias, donde adquiere trascendencia aquel refrán manido de que pueblo pequeño infierno grande.
y que para ratificar su fetichismo por las pelirrojas cae "enamoradí­simo" de Sofía. La nove­la: 299 páginas que pueden leerse simultáneamente, como la inves­tigación de un crimen, como una historia de amor imposible, como una reflexión sobre la verdad y la imposibilidad de conocerla del to­do o como la tragedia de un hombre, Luca, que quiso salvar un sueño y descubrió el precio agrio de hacerlo a costa de los propios principios.

Ese triángulo erótico aceitará los engranajes del chisme y servi­rá de "motor" para contar el resto de la historia familiar que incluye un abuelo coronel, dos hermanos varones, Lucio y Luca, dueños de una fábrica en ruinas y tatuados por la tragedia, un padre ovillado en una silla de ruedas y abando­nado por dos mujeres –la primera huyó con un director de teatro; la segunda se ha encerrado a leer de matiné a trasnoche–, y las versio­nes aumentadas y corregidas de sus andanzas, relatadas por los parroquianos en el Club Social o en el almacén de Madariaga. Los Belladona atraerán la atención de los medios nacionales cuando Du­rán es asesinado y la investigación queda en manos del comisario Croce, pesquisa a juicio de mu­chos "un poco tocado".
Después de terminar de leer Blanco nocturno, juego paradojico de palabras, uno agradece que aún haya escritores como Ricardo Piglia, que construye sus novelas con rigor de verdadero novelista de raza, sin los sobresaltos mediáticos de tantísimos escritores del montón que publican tanto y dicen nada en sus textos mediocres.

Blanco nocturno
Ricardo Piglia
Editorial Anagrama
Barcelona. España
299 páginas
$65.000

3.1.11

El seminarista

La historia de un asesino a sueldo que decide ; después de cierta fatiga con el crimen pagado, retirarse

Portada de El seminarista de Rubem Fonseca.

Es la undécima novela de este autor brasileño, Rubem Fonseca, un verdadero maestro de la consición con la palabra, desde su primera novela, El caso Morel. La historia es de un asesino a sueldo que decide ; después de cierta fatiga con el crimen pagado, retirarse. Pero fuerzas oscuras no lo dejan salir de su antiguo y eficaz oficio de sicario.
La historia es envolvente, y de una precisión en la estructura, que me hizo recordar los viejos thrillers de los denominados, clase B de la época dorada del cine negro norteamericano de los años cuarenta y cincuenta. Es más, sentí la historia como si Fonseca la hubiera dejado con esa aura de color sepia, de las películas de época, -y qué época- en ese cromatismo del blanco y negro.
La trama lo va llevando a uno de la mano maestra de este narrador eficaz, con las decisiones de este asesino que no tiene reato, que no se arruga ante ningún asesinato, sea hombre o mujer; -y sin caer en contar la historia tal y cual se sucede en la prosa contundente y precisa- fue seminarista- que nos salpica, através de sus breves páginas toda una serie de sentencias en latin de muchos autores romanos, citas atrayentes y filosóficas sobre la condición humana.
¡Ah! Y los sicarios colombianos, nuestros tristemente célebres asesinos a sueldo, tienen su mención, que sale de la boca del propio Zé; así se llama el personaje central, los valora diciendo: " son sujetos de la peor calaña". Ni más faltaba cuyos nombres no son tan ajenos a nosotros; uno se llama Rafael, y el otro de apellido, Pérez.Y son de paso traficantes de cocaína.
Vale leerse este thriller a lo Fonseca, sin retorcimientos de trama, una historia sencilla pero ejemplar-me refiero a la esencia literaria que corresponde, y en ningún caso al paradigma moral, supremamente amoral, nada edificante del personaje sicario- en su planteamiento algo esteticista, como siempre en Fonseca, que nos deja perturbados, con estos personajes suyos que igualmente son tan nuestros, pero totalmente educados y llenos de crudo cinismo como eruditos y cultores del cine, y por supuesto las infaltables mujeres. Oh! las mujeres...

El seminarista
Rubem Fonseca
La otra orilla
Editorial Norma
172 páginas.
$39.000