26.6.09

Selva y bosque de canela



Por: Carolina Sanín

El lector de El país de la canela, la novela de William Ospina premiada con el Rómulo Gallegos, se siente sobrecogido ante el ritmo constante de la narración; ante su pulso seguro y vigoroso; ante el logo potente que traduce el río y la selva, los animales nuevos, los seres fantásticos, las heridas y las muertes, y que, con el dominio de una retórica invencible y de una poesía castellana bellamente clásica, circunscribe el drama de un viaje condenado.
Pero también puede sentirse contrariado por tanto rigor, por la ambición panorámica de la descripción e, incluso, por la inteligencia arrolladora del autor; después de todo, el asunto del libro es una expedición alucinada a través de la noche de la selva amazónica, a través del gran espacio abierto que es principio y fin del mundo, y su trasunto es la desembocadura de una realidad en otra: la cifra de la identidad latinoamericana transida de inefabilidad, traspasada por la violencia y el sueño, extraviada en la cronología de la historia. En esa medida, el lector echa de menos un silencio o un susurro que oponga resistencia a la arquitectura de la obra.

El país de la canela está narrada en primera persona por un mestizo que, en busca de la herencia que le ha legado su padre, se suma a la accidentada expedición de Pizarro y Orellana hacia una de las versiones de El Dorado: un bosque de árboles de canela en la maraña del Nuevo Mundo. En lugar del tesoro de uniformidad que buscaba, encuentra la variedad de la Selva Amazónica y, en ella, los límites de su cuerpo y de su voluntad. En lugar del padre, encuentra a la madre. En lugar de salir al bosque de canela sale al mar, y emprende entonces el camino a Roma, donde recupera el otro cabo del ovillo de su discurso: los descubrimientos intelectuales del Renacimiento y la Baja Edad Media que hicieron posible la aventura americana. Magistralmente, Ospina ubica en la bisagra entre los dos mundos la noticia sobre las guerreras amazonas, cuya aparición convierte a América en el pasado mítico de Europa.

El hecho de que la primera persona del conquistador /conquistado parezca haber estudiado historia, historia del arte, teoría literaria y antropología en el siglo XXI es criticable sólo superficialmente. La atemporalidad del punto de vista hace pensar en El país de la canela como un objeto mágicamente superpuesto a la historia; como una incursión real del presente en el pasado. Ahora bien; volviendo al principio, el libro es sobre la selva, pero la forma de su discurso es el uniforme bosque de canela. Ésta no es una crítica negativa. Es más bien la evidencia de que el texto se entiende tan bien a sí mismo que la vitalidad de su intención desborda su método e incluso su lengua.



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