13.12.11

Tomás González: la difícil sombra

"Sentí que esa no era la escritura de González, no era su lenguaje; llegué a pensar que él se había cansado y había puesto a otro a escribir por él para tomar del pelo a las instituciones literarias del país"
Portada: La luz difícil, última novela de Tomás González. foto:fuente:revistagalactica.com

Cuando compré la más reciente novela de Tomás González, La luz difícil, la emoción era inmensa. Ahora, después de leerla, no puedo estar menos de acuerdo con la banda que acompaña el libro, una frase de Luis Fernando Afanador: "Nunca olvidaré la plenitud que sentí al terminar de leer La luz difícil. No espero más de la literatura". Yo no sentí esa plenitud y sí espero más, mucho más, de la literatura y también de la escritura de González.

Como es costumbre en este escritor, la novela es corta (132 páginas) y, como también es costumbre, se mezclan en ella el dolor más agudo y la alegría más sencilla. David, pintor, padre de tres hijos y esposo de Sara, cuenta la historia fragmentada de sus días desde aquel lejano en el que su hijo Jacobo decide morir para huirle al dolor de sus huesos, de su cuerpo, causado por un accidente de tránsito que lo dejó parapléjico. David y Sara esperan en su apartamento de Nueva York la llamada de sus hijos avisando acerca del estado de Jacobo. La narración se alterna con la de los días más recientes de David (veinte años después de lo sucedido en Nueva York) en una finca cerca de La Mesa, que pasa en compañía de una mujer contratada para que lo ayude en los menesteres de la casa, mientras él escribe –con la dificultad que le produce el hecho de estar quedándose ciego– el relato que el lector tiene entre sus manos.

¿Qué sucede, entonces, con la novela? Recuerdo nítidamente toda la trama de Primero estaba el mar, de La historia de Horacio, de Los caballitos del diablo, de Abraham entre bandidos, de los cuentos de El rey del Honka-Monka (especialmente, "Verdor", que conecta directamente con el motivo de La luz difícil), pero en este momento, no me queda ninguna imagen memorable de esta nueva novela de González; trato de sentir por qué. Aquí los opuestos no configuran tensiones tan vivas como en las narraciones que nombré anteriormente, aquí esas tensiones no me conmueven. David, el joven "desorientado" de Los caballitos del diablo, aparece aquí también como una especie de alter ego de Tomás González; un pintor ignorado por los medios y luego muy reconocido y visitado por estudiosos y periodistas en su casa de La Mesa (que también podría ser Cachipay).

En muchos momentos sentí que esa no era la escritura de González, no era su lenguaje; llegué a pensar que él se había cansado y había puesto a otro a escribir por él para tomar del pelo a las instituciones literarias del país y a los medios de comunicación que desde hace una década (cuando la desaparecida Norma reeditó su obra) y, especialmente, desde hace cinco años (cuando empezaron a aparecer largos artículos y entrevistas sobre su vida y obra en revistas culturales) vienen repitiendo frases hechas sobre la calidad de sus novelas. Es la primera vez que el narrador de González asume la voz en primera persona, asume un yo total para contar la historia. Es también la primera vez que no siento en González la búsqueda de un lenguaje que yuxtapone los opuestos, que conjuga la poesía y la prosa del mundo; más bien el lector encuentra aquí una prosa despreocupada de sí misma, despreocupada de las búsquedas estéticas. El lenguaje se depura hasta eliminar toda carga simbólica y las palabras son lo que son, tienen el peso que pueden tener bajo las ceibas del parque de Envigado (como diría su tío Fernando González) o en una hamaca de una finca en Cachipay.

La luz difícil, lo mismo que Para antes del olvido, configura una novela de transición en la poética de González, novela que marca búsquedas literarias –y vitales– distintas dentro de ese propósito armónico y unitario del resto de sus novelas. Sin embargo, la búsqueda en La luz difícil está lejos de la de Para antes del olvido. Ya no el malabarismo del lenguaje, ya no el papel de un testigo fiel a documentos que reconstruyen, de manera fragmentada, parte de la saga familiar que tanto ha interesado al escritor paisa; ahora, aquí, el lenguaje se hace aún más cercano y la prosa pasa apenas por encima de los hechos, apenas los nombra, los roza, sin demorarse en ellos. El narrador, a diferencia del mito literario creado sobre el escritor ciego, no gana en profundidad sino en superficialidad; las imágenes son efímeras: el dolor apenas se presiente, el deseo apenas se intuye. La sombra se difumina y gana la claridad, fácilmente; la luz, pues, no es tan difícil como en sus anteriores obras. González deja ahora que el mayor peso esté de este lado; le bastan sus plantas, el clima favorable, el café recién hecho, una presentida desnudez al lado de la piscina.

¿Qué queda, entonces? Casi nada y me pesa decirlo porque admiro y estimo demasiado a este escritor. Tan leve su novela entre las miles de páginas que se publican cada día, tan ligero su peso entre la ligereza ominosa de las recetas para la vida, de las píldoras de optimismo que se publican cada día. David es la tranquilidad hecha personaje literario y tal vez ahí reside su fuerza y lo extraño de su presencia dentro de la turbulenta vida en nuestro país, dentro del ruido que nos acompaña desde nuestro nacimiento. Esta soportable levedad de la novela de González me vuelve más cercano al escritor, al hombre y, paradójicamente, me produce más deseos de viajar hasta Cachipay y buscar su finca, las flores, las plantas y perderme un rato entre ellas.

7.12.11

Jugando con Salman Rushdie

Cuando en 1990 Salman Rushdie era un hombre perseguido por la condena de la fatwa y vivía escondido, escribió Harún y el mar de las historias para su hijo mayor, con la esperanza de encontrarse con él mediante la lectura. Ahora, en tiempos mucho mejores, cumple otra promesa, esta vez a su hijo Milan, a quien le debía escribirle un libro como había hecho con su hermano mayor

Salman Rushdie escribe esta historia en un tono juguetón y paga con este libro una deuda a su hijo menor. foto.fuente:pagina12.com.ar

Aun en sus títulos más oscuros –pensar en Vergüenza o Furia o Shalimar el payaso– vuela, siempre, un aire travieso y juguetón. Un aliento de hadas y hechiceros –no olvidar nunca que Salman Rushdie ha insistido en más de una oportunidad en que todo su imaginario surge de una primera exposición infantil al film El mago de Oz en un cine de su cosmópolis natal– donde los héroes deben partir en busca de algo que los redima o los consagre. Así, no hay trama de Rushdie (Bombay, 1947) donde no impere el mecanismo de la ida y la vuelta, del subir y bajar, del Había otra vez... Rushdie ha destilado lo suyo en el momento más encandilador de su saga-pop El suelo bajo sus pies: todo tiene que ver –y oír y gustar y oír y tocar– con el ejercicio casi místico de atravesar una membrana delgada pero poderosa separando no solo a Oriente de Occidente sino también a la Historia de las historias. Ese entrar y salir y volver a entrar es el oficio del escritor.

Y fue también en su hora más sombría –fatwa funcionando como hechizo fatal en un cuento más de brujas que de hadas, precio a su vida y obra– cuando, en 1990, el entonces recluso y fugitivo Rushdie publicó Harún y el mar de las historias como ofrenda para un hijo, Zafar, al que no podía ver y como transparente defensa de la libertad de expresión y condena a la "oficialidad" otorgada por el poder a ciertas versiones de lo supuestamente real. Aquel pequeño gran libro ofrecía poema en lugar de dedicatoria, donde se rimaba la tristeza de un padre ausente: "Mientras vago por donde no puedes verme / Lee, y tráeme a casa contigo".

Veinte años después, más tranquilo, Rushdie insiste a pedido de otro hijo, Milan, al que le debía un libro como el ofrecido a su hermano mayor.

Y muchas cosas han cambiado desde que Harún salvó a todas las historias del mundo. Ya no está Khomeini, llegó Harry Potter y los jóvenes del universo flotan en galaxias digitales transformados en avatares de su propia elección y diseño. Pero –intacto, invulnerable– permanece ese mismo "tono de voz" al que en su momento se refirió Rushdie como indispensable a la hora de fundir satisfactoriamente a lo adulto con lo juvenil. Tono que dijo haber detectado en las fábulas indias, en Esopo, en Jorge Luis Borges y en Italo Calvino; cadencia también presente en la panorámica e histórica e histérica fábula para mayores que fue su anterior La encantadora de Florencia.

Luka y el Fuego de la Vida. Salman Rushdie Mondadori 206 páginas

Y Luka y el Fuego de la Vida –como Harún...– reincide en las figuras de un padre y un hijo, en los problemas del primero y en el segundo como proveedor de una solución a esos problemas. Aquí, una noche, Rashid Khalifa (recordar que el progenitor de Luka también se llamaba Rashid; y descubrir que la incrédula y racional madre de Luka y Harún se llama Soraya y, sí, magia, resulta que Luka es el hermano menor de Harún) cae dormido para ya no levantarse. Y Luka Khalifa deberá partir –atravesar la membrana que comunica con el Mundo de la Magia– en busca del despertador de una cura mágica. Lo que sucede a continuación –y es mucho lo que sucede y es amplio el reparto de personajes y son cuantiosos los habituales juegos de palabras del autor y sus guiños cómplices a la antigua mitología y a la cultura popular, incluyendo a un doble vampírico paternal de nombre Nopapadie, un automóvil DeLorean, aquel de Regreso al futuro, una raza de dragones transformer y un navío de nombre Argo– no resiste ni se merece las cadenas de un resumen. Como ocurre con los mejores relatos fantásticos, toda gracia y magia y sorpresa se pierde al sintetizarlos. Hay que abrir la puerta –y Rushdie es un gran abridor de puertas– para ir a jugar y pasarla tan pero tan bien.

Pero sí conviene revelar y anticipar algo: el profundo trance del que es prisionero el ya crepuscular Rashid tiene que ver –de nuevo, como en Harún...– con su creciente dificultad para imaginar cuentos dignos de ser contados. Y es Luka –acompañado por sus mascotas Oso el perro y Perro el oso– el encargado de partir en busca del Fuego de la Vida, ardiendo en la cima del Monte de la Sabiduría, que revitalizará la potencia narradora de su padre. Y, claro, abundan los retos y las pruebas y los desafíos que Rushdie va ordenando en un crescendo que remite –y hay más de una amigable burla a todo eso– directamente a los modales y taras y adicciones de los videojuegos: esas "cajas de realidad alternativa" donde el Mal acecha seduciendo con "High Definitions y bajas expectativas". Así, vidas extra, poderes a aumentar, contrincantes pixelados, El jugador de Bagdad y Los mil y uno stages. Por encima de tanta gracia y diversión en algo que podría definirse como Tron o The Matrix reprogramadas por Lewis Carroll con una ayudita de Groucho Marx (vaya como ejemplo que la aversión de Soraya a las consolas se define como "in-consola-ble") fluye una melancólica y subterránea corriente. La de lo que ocurre cuando un padre es consciente y debe comunicar a quien lo sucederá lo limitado de sus habilidades y ese horizonte final cada vez más cercano. Un final que no es feliz ni triste. Es nada más y nada menos que un final.

Lo que vendrá –parece ser, así lo ha informado el autor en una entrevista en The Paris Review del 2005– volverá a ser un nuevo cruce de las fronteras que separan a lo inimaginable de lo imaginativo: los muy esperados journals escritos durante el cautiverio de Rushdie, un proyecto de novela bien british y multigeneracional à la Anthony Powell a titularse Careless Matters, y una saga mestiza combinando la sci-fi con el noir ("algo así como una cruza entre Blade Runner y el Touch of Evil de Orson Welles") respondiendo al nombre de Parallelville.

Mientras tanto y hasta entonces, Salman Rushdie vuelve a ganar la partida.

Y, con él, ganamos todos.