|
Julian Barnes, autor de El sentido de un final./pagina12.com.ar |
Dos puntos de vista sobre los hechos de una vida y sobre
todo, de la juventud del narrador, de sus amigos del alma en los 60 y
de los caminos que cada uno tomaría. Y la pregunta por el sentido de un
final que remite a la biografía de Barnes y ha dejado a los críticos
comentando en voz baja qué le pasó.
Hay
que decirlo: El sentido de un final de Julian Barnes es una novela que
desconcierta sin ser desconcertante. Las repercusiones que tuvo fueron
dispares, tan dispares como lo son también las repercusiones del Booker,
clásico premio inglés como el té de las cinco, que Barnes obtuvo
finalmente (después de años y años de ser finalista) con esta novela. El
escritor Geoff Dyaer, desde las páginas de The New York Times, calificó
a la novela de “promedio” (tal y como se define a sí mismo el
protagonista) y la acusó de contribuir a la disminución de la novela
británica. Mientras en The Guardian se exaltaron las cualidades más
visibles que tiene el texto: “Una meditación sobre el envejecimiento, la
memoria y el remordimiento”. En ambos casos, se ve un extremo.
El sentido de un final es una buena novela, impecablemente escrita,
aunque se percibe en su lectura cierto desencanto, cierto
apresuramiento; algo así como una novela de oficio, que, si llegáramos
al final de nuestra especulación, tal vez ni se quiso escribir. Es, en
rigor, una novela corta estirada en dos partes. El argumento es muy
sencillo (como lo son la mayoría de los argumentos de Barnes), al menos
en la primera parte: Tony Webster narra su vida en retrospectiva.
Recuerda a sus amigos de la secundaria, sus salidas, su patética
incursión en la vida de los ’60, las charlas con sus dos amigos, al que
después se sumó un cuarto: Adrian. Tony recuerda bien, hasta con lujo de
detalles, la inteligencia y la personalidad evasiva, demasiado madura,
de Adrian. Las charlas con su profesor de Historia, sus salidas, la
sensación de ser más inteligente cuanto más cerca estuviera de Adrian.
Hasta que se termina la secundaria y comienzan la universidad; la vida
se bifurca en sus previsibles caminos, Tony conoce una chica, Veronica,
demasiado histérica según el punto de vista de Tony, aunque demasiado
buena para él según el punto de vista silencioso de sus amigos. Salen,
se hacen novios, Tony conoce a los padres de Veronica en una reunión, y
tras un desencanto, se pelean.
Hasta acá, la novela se sostiene en un tono reflexivo. Tony rememora
y reflexiona sobre su vida, sobre el amor, sobre su cuerpo, sobre los
años sesenta, una década donde todo cambiaba, todo era nuevo, pero en
rigor todo parecía estar pasando en otro lado. La novela de Barnes se
basa sobre esa idea; que un estilo muy bien depurado, simple y sobrio,
puede sostener un argumento demasiado sencillo. Ya lo grita Norman
Mailer en El arte espectral: lo único que importa es el estilo. Pero
para que todo estilo alce vuelo, bien lo sabe Barnes, se necesita un
personaje (o al menos la marca de uno): Tony Webster entonces, un tipo
“promedio”, sencillo, que intenta reflexionar sobre las cosas que
ocurren a su alrededor como si no las entendiera del todo, un personaje
como el doctor Braithwaite, narrador evasivo de El loro de Flaubert, que
mientras lee y relee Madame Bovary, su mujer se acuesta con cuanto tipo
se le cruza por el camino. Es decir: esos personajes son ya una marca
de estilo de Barnes. Tipos semigrises que le permiten a Barnes un
acercamiento ambiguo al humor, algo que, sorpresivamente, falta en El
sentido de un final.
El sentido de un final. Julian Barnes Anagrama 192 páginas
Y ése es justamente el tema: hay un vínculo invertido entre El
sentido de un final y su autobiografía, titulada Nada que temer. Muchos
son los puntos de contacto también argumentales entre un texto y otro:
el hermano de Barnes es un reconocido filósofo que ha dado clases por
las más prestigiosas universidades europeas con una inteligencia
analítica muy parecida a la de Adrian en la novela. También un par de
eventos parecen sacados de un texto y puestos deliberadamente en el
otro: como los cruces de cartas y los diarios. Sin embargo, el mayor
problema de la novela surge cuando Barnes intenta complejizar la
sustancia narrativa con la que viene trabajado para, de algún modo,
darle un sentido al final.
En la segunda parte, la edad madura de Tony, reaparecen los
fantasmas del pasado, y los olvidos deliberados se hacen presentes
nuevamente. Adrian se suicida y Tony recibe una carta de la madre de
Veronica con una herencia para él. Barnes enreda la trama a tal punto
que el lector se queda atónito preguntándose el porqué de semejante
decisión. En cierto modo, y es el argumento del narrador, Tony
reflexiona y recuerda su pasado. En ese reflexionar y en ese recordar
sobre la propia vida y la propia experiencia hay cosas que se le escapan
y reaparecen, oh casualidad, cuando la trama se lo demanda.
A pesar de ser un francófilo declarado y un amante incondicional de
Gustave Flaubert, Julian Barnes es un gran heredero de Henry James,
sobre todo en sus cuentos, memorias, y recortes culinarios (se sabe de
la eterna disputa entre James y Flaubert, tan eterna como las eternas
guerras isabelinas entre Inglaterra y Francia). Y esto parece arraigarse
más en su última novela, la que probablemente sea la más jamesiana de
todas en un sentido estilístico del término. Sobre todo en el hecho de
construir un relato donde el punto de vista determina a la narración y
no es la narración (los hechos, los famosos hechos) la que determina el
punto de vista. Porque la vida que vivimos no es otra que la vida que
contamos, y la vida que contamos es la vida que nos inventamos, con sus
variables, con las cosas que elegimos olvidar pero que sabemos que
siempre están.
La novela de Barnes entonces se basa sobre la fluctuante
experiencia, sobre los distintos puntos de vista que se adoptan a lo
largo de una vida, y sobre las sorpresas que te dan el paso de los años,
cuando parecía que tenías una vida armada y un cambio de timón le dio
un sentido arbitrario a las cosas.