12.10.09

¡El horrorismo! ¡El horrorismo!



En un libro ecléctico, que incluye tanto ensayos y artículos publicados entre 2001 y 2007 como dos cuentos “desde el otro punto de vista”, Martin Amis aborda el mundo posterior a los atentados del 11 de septiembre, el fundamentalismo islámico y la confusa reacción de Occidente.

Rodrigo Fresán

El horror! ¡El horror!”, susurra el agónico Kurtz al final de El corazón de las tinieblas. Y en el último aliento de sus palabras vuela y se estrella, para él, la imposibilidad de comunicación entre culturas tan diferentes que, por momentos, se antojan interplanetarias. El Africa de Conrad es el Islam de Martin Amis donde –a partir del 11 de septiembre de 2001– el adiós de Kurtz muta a “¡El horrorismo! ¡El horrorismo!”. Porque para el autor de Campos de Londres, el término terrorismo (“... la comunicación política por otros medios”) ya no es suficiente para definir lo ocurrido aquella brillante y oscura mañana en la que, para muchos, comenzó el siglo XXI y el Tercer Milenio y –mal que les pese a Fukuyama & Co.– se reactivaron los motores de la Historia.
Así, lo más interesante de El segundo avión es el modo en que un habitual narrador de ficciones se enfrenta a una realidad que pocas imaginaciones se atreverían a imaginar. Amis –quien antes de recopilar este puñado de relatos, ensayos, reseñas de libros y películas sobre el tema y artículos, entre ellos su muy comentado profile de Tony Blair, ya había hecho suya la imagen del avión como juguete del destino en su novela Perro callejero e iluminado las sombras del totalitarismo ideológico en Koba el Temible y La casa de los encuentros– siente que tiene muchas cosas para decir. Y se ajusta el cinturón de seguridad y las dice todas sabiendo que más adelante, enseguida, le espera un cielo cargado de nubes y rayos y turbulencias.
En este sentido, la lectura de El segundo avión será –para más de uno acostumbrado a volar en PC Jet, la aerolínea de lo políticamente correcto– un viaje agitado e incómodo. El comandante Amis –como V. S. Naipaul, otro consagrado detestador de la mística de lo que denomina como “multiculti”– no duda en lanzar por los altoparlantes palabras sin falso consuelo y pensamientos sin billete de vuelta al pasaje. Y su mensaje es uno y no permite duda alguna: “Miren por la ventanilla el sitio en el que, de seguir las cosas como están, todos nos estrellaremos”.
Bienvenidos a la planetaria Zona Cero donde la película que se proyectará es aburrida en el peor sentido de la palabra; porque Amis entiende al aburrimiento no como “el tipo de aburrimiento que afecta al displicente y al amanerado, sino un aburrimiento superlativo, que acrecentará y complementará los terrores superlativos del asesinato-en-masa-suicidio”. En resumen: Amis nos anticipa que nos acostumbraremos a vivir en el terror, que el terror acabará aburriéndonos y que el quid de la cuestión reside en que “el aburrimiento es algo que el enemigo no siente” porque el fanatismo fundamentalista no cree en esas cosas. De este modo –entre 2001 y 2007– El segundo avión registra el recorrido y los muchos aeropuertos de un turista que va notando cómo las cosas cambian, cómo cambia él mismo (de paloma temblorosa a halcón indignado) y cómo aumentan los controles de seguridad para que todo siga más o menos igual. Porque nada se modificará si no se modifican los aspectos de fondo que, se sabe, suelen ser inmodificables. Léase: para Amis, el cambio sólo resultará de la revisión de actitudes sociales y de convencimientos religiosos causando el “sufrimiento” de la comunidad musulmana para, recién después, poder “poner la casa en orden”. Algo que no ocurrirá hasta que, por ejemplo, las mujeres islámicas se pongan de pie, derriben las murallas del califato sexual y reclamen lo que es suyo.
Mientras tanto y hasta entonces, advierte Amis, el Islam crece demográficamente a la vez que, en la introducción, aclara: “No soy un islamófobo. Lo que soy es un islamismófobo, o, mejor, un antiislamista, porque una fobia es un miedo irracional, y no es irracional temer a alguien que dice que quiere darte muerte. El enemigo más general es, por supuesto, el extremismo. ¿Qué ha hecho el extremismo por cualquiera de nosotros? ¿Dónde están sus dádivas a la humanidad?”.
De ahí –de este tono– que hayan sido muchos los críticos de El segundo avión que acusaron a Amis de “ser un hombre confundido que se ha dejado seducir por sus ángeles más oscuros” o un “inocente ingenuo” que “confunde el insulto con el análisis” o alguien que “queriendo ser Bellow acaba siendo Mailer”, que “debería intentar explicar eso del aburrimiento a un familiar de alguien muerto en el World Trade Center y a ver qué le dice” y que “más le vale dedicarse a la ficción” y reservar “pretendidamente ingeniosos análisis numerológicos” y percepciones literarias y su prosa púrpura para asuntos menos escarlatas. Adelantándose a semejante sugerencia, Amis ha incluido aquí dos relatos de negrísimo humor –“En el Palacio del Fin” y “Los últimos días de Mohammed Atta”– donde, de algún modo, y con gran estilo, se “pasa al otro lado”. En ellos, Amis cuenta los padecimientos casi psicóticos del doble del hijo de un dictador sin nombre, pero que no puede ser otro que Saddam Husseim, y lo que ocurre dentro de la cabeza de un terrorista listo para estrellarse contra una de las torres del World Trade Center y –como en uno de los últimos cuentos de su admirado John Updike sobre el mismo tema–, la lujuria reprimida y una sobredosis de pecado parecen ser el combustible inspirador de tanta sangre derramada. De este modo, parece, somos víctimas más de una crisis de masculinidad que de un choque de ideas.
En una de las piezas de El segundo avión, Amis se queja de los padecimientos sufridos a la hora del ckeck-in antes de viajar de Montevideo a Nueva York y sonríe, resignado, ante lo poco eficaz de la maniobra. Muchos condenaron y condenarán a El segundo avión por demostrar la misma ineficacia, algo de soberbia y –gajes y taras del oficio– hasta de tener toda la razón por las razones incorrectas y de proponer buenas teorías que acaso se nutran demasiado de la imaginación privilegiada de un viajero que, pasaporte en mano, sabe que en cualquier momento puede tocarle a él. Y entonces experimentar, en carne propia, lo que experimentó en mente propia, como espectador, hace ocho años: “La llegada del segundo avión, rasgando el cielo en vuelo bajo sobe la Estatua de la Libertad: ése fue el momento definitivo (...) No he visto nunca un objeto genéricamente familiar tan transformado por el afecto (“emoción y deseo como conducta que ejerce una influencia”). Aquel segundo avión parecían tan afanosamente vivo, y animado por la maldad, y absolutamente extranjero. Para los millares de personas que estaban en la Torre Sur, el segundo avión significó el fin de todo. Para nosotros, su fulgor fue el fogonazo mundial del futuro que nos aguardaba”.
Podría afirmarse entonces que El segundo avión es un libro encandilado por ese fogonazo. De acuerdo. Pero también es un libro incandescente que se alimenta de ese mismo fuego que no ha dejado de arder. Y de quemar. Un fuego que –a unos y a otros, ahí arriba somos todos iguales– nos hace más que recordarnos la inquietud que experimentamos en el departure, rezando u orando por un arrival sin complicaciones mientras flotamos, entre nubes de tormenta, rodeados por las tinieblas del corazón y, apocalipsis ahora, tal vez con Kurtz sentado en el asiento de al lado.
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6.10.09

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4.10.09

Llegó el momento de inventar el libro

¿Qué pasaría si la mayor novedad cultural no fuera digital, sino producto de la imprenta? Tal la hipótesis que plantea el escritor mexicano


Max Daltón

Juan Villoro
México D.F., 2009
¿Qué tan novedoso debe ser un invento? La importancia de un producto suele depender de su capacidad de sustituir a otro. La tecnología necesita contrastes; sus aportaciones se miden en relación con lo que había antes. El inventor es el hombre que llega después.
Lo nuevo existe en serie: es la última parte de una secuencia, requiere de algo que lo anteceda. Esto lleva a una pregunta: ¿Podemos inventar hacia atrás? ¿Qué pasa si le asignamos otro orden a la historia de la técnica?
Imaginemos una sociedad con escritura y alta tecnología, pero sin imprenta. Un mundo donde se lee en pantallas y se dispone de muy diversos soportes electrónicos. Abundan los receptores de textos e incluso se han diseñado pastillas con resúmenes de libros y métodos hipnóticos para absorber documentos. Esa civilización ha transitado de la escritura en arcilla a los procesadores de palabras sin pasar por el papel impreso. ¿Qué sucedería si ahí se inventara el libro? Sería visto como una superación de la computadora, no sólo por el prestigio de lo nuevo, sino por los asombros que provocaría su llegada.
Los irrenunciables beneficios de la computación no se verían amenazados por el nuevo producto, pero la gente, tan veleidosa y afecta a comparar peras con manzanas, celebraría la ultramodernidad del libro.
Después de años ante las pantallas, se dispondría de un objeto que se abre al modo de una ventana o una puerta. Un aparato para entrar en él.
Por primera vez el conocimiento se asociaría con el tacto y con la ley de gravedad. El invento aportaría las inauditas sensaciones de lo que sólo funciona mientras se sopesa y acaricia. La lectura se transformaría en una experiencia física. Con el papel en las manos, el lector advertiría que las palabras pesan y que pueden hacerlo de distintos modos.
La condición portátil del libro cambiaría las costumbres. Habría lectores en los autobuses y en el metro, a los que se les pasaría la parada por ir absortos en las páginas (así descubrirían que no hay medio de transporte más poderoso que un libro).
La variedad de ediciones fomentaría el coleccionismo; los pretenciosos podrían encuadernar volúmenes que no han leído y los cazadores de rarezas podrían buscar títulos esquivos y acaso inexistentes. Sólo los tradicionalistas extrañarían la primitiva edad en que se leía en pantalla.
En su variante de bolsillo, el libro entraría en la ropa y sería llevado a todas partes. Esta ubicuidad fomentaría prácticas escatológicas en las que no nos detendremos. Baste decir que acompañaría a quienes necesitaran de distracción para ir al baño.
Las más curiosas consecuencias del invento tardarían algún tiempo en advertirse. Una de ellas está al margen de la ciencia y la comprobación empírica, pero sin duda existe. El libro se mueve solo. Lo dejas en el escritorio y aparece en el buró; lo colocas en la repisa de los poetas románticos y emerge en un coloquio de helenistas. Las bibliotecas no conocen el sosiego.
El hecho de que incluso los tomos pesados se desplacen sin ser vistos representaría un misterio menor, como el de los calcetines a los que se les pierde un par en el camino a la azotea, si no fuera porque los libros se mueven por una causa: buscan a sus lectores o se apartan de ellos. Hay que merecerlos. El password de un libro es el deseo de adentrarse en él.
Las pantallas son magníficas, pero les somos indiferentes. En cambio, los libros nos eligen o repudian.
Otras virtudes serían menos esotéricas. ¡Qué descanso disponer de una tecnología definitiva! El sistema operativo de un libro no debe ser actualizado. Su tipografía es constante. Eso sí: su mensaje cambia con el tiempo y se presta a nuevas interpretaciones.
Para quienes vivimos en tristes ciudades en las que se va la luz, como México D.F., el libro representa un motor de búsqueda que no requiere de pilas ni electricidad.
Qué alegrías aportaría el inesperado invento del libro en una comunidad electrónica. Después de décadas de entender el conocimiento como un acervo interconectado, un sistema de redes, se descubriría la individualidad. Cada libro contiene a una persona. No se trata de un soporte indiferenciado, un depósito donde se pueden borrar o agregar textos, sino de un espacio irrepetible. Llevarse un libro de vacaciones significaría empacar a un sueco intenso o a una ceremoniosa japonesa.
Con el advenimiento del libro, la gente se singularizaría de diversos modos. Esto tendría que ver con los plurales contenidos y la manera de leerlos, pero también con el diseño. Los fetichistas podrían satisfacer anhelos que desconocían.
¿Hasta dónde podemos apropiarnos de un artefacto? El libro es el único aparato que se inventó para ser dedicado, ya sea por los autores o por quienes lo regalan. Qué extraño sería instalar un programa de Word que comenzara con una cariñosa dedicatoria a la esposa de Bill Gates. En cambio, el libro llegó para ser firmado y para escribir un deseo en la primera página.
Las novedades deslumbran a la gente. El libro ya cambió al mundo. Si se inventara hoy, sería mejor.
© LA NACION