8.11.11

El destino final de las bibliotecas de escritor

Borges decía que ordenar una biblioteca era la forma más sutil de practicar la crítica literaria, lo que llevó a Felipe Benítez Reyes a escribir que hacer una mudanza es la forma más brutal de hacer crítica literaria. De esa brutalidad necesaria se suelen aprovechar los libreros de viejo, críticos literarios ellos también, cuya táctica en ocasiones parece ser hundir prestigios con precios insignificantes o alzar a escritores menores con precios abusivos
Bolaño, Vila-Matas, Trapiello y Ribeyro, escritores y el destino de sus bibliotecas personales. foto.fuente:elcultural.es

Chamarileros de primeras ediciones, obras dedicadas y desechos de tienta, gremio que carga con muchos tópicos, pueden vanagloriarse de haber sido de los primeros en haber intuido la potencia mercantil de Internet: desde mediados de los noventa empezaron a multiplicar su clientela gracias a la red. Los tópicos acerca del polvo de sus zaquizamíes ya carecen de sentido: muchas de ellas han dejado de ser tiendas donde un cazador puede encontrar una gran pieza por poco precio, para convertirse en webs donde cada vez es más difícil cazar un mirlo blanco.

Vi en el catálogo de la librería barcelonesa El Astillero un libro mío, mi primer libro, Veinticinco años de éxitos, publicado por una taberna sevillana en edición de 300 ejemplares, y dedicado por su autor a "importante escritor catalán". Lo compré: aunque no me hubiera picado la curiosidad por saber quién era el importante escritor catalán, que me picaba, lo hubiera comprado porque no tenía ningún ejemplar de ese libro, y el único que estaba a la venta en internet había sido tasado en 120 euros (ya digo que los libreros de viejo alzan a autores menores con sus precios inverosímiles: es una de las pocas cosas buenas que tiene ser un autor menor). Me llegó el libro, y allí estaba mi dedicatoria del 93 a Enrique Vila-Matas. Supuse que Vila-Matas había hecho brutal crítica literaria mudándose, y agradecí mucho que su mudanza y su crítica literaria brutal me permitiera recuperar un ejemplar de mi primer libro (nada que ver con el mosqueo que Paul Theroux cogió cuando un día encontró un libro suyo dedicado a su amigo Naipaul en una librería de Londres). Indagué en la página de El Astillero y, en efecto, se veía que Vila-Matas se había mudado: había decenas de libros dedicados a él, quizá porque el autor de Bartleby y Compañía no prevé que en Barcelona le vayan a abrir una Fundación, que es uno de los destinos posibles para la biblioteca de un escritor.

Cenizas literarias
Pero si hay un caso espectacular de venta de biblioteca de escritor, contado por el propio escritor, ése es el de Julio Ramón Ribeyro: tampoco confiaba en que le hicieran una Fundación, y entre ser celebrado en el futuro e intoxicarse en el presente, eligió lo segundo con muy buen tino. Cuenta en su espléndido relato autobiográfico "Sólo para fumadores" cómo en el París de los 60, sin dinero para procurarse los Gauloises que le ayudaban a cruzar cada jornada, no tuvo más remedio que ir llevando su biblioteca a los bouquinistas del Sena, sus adorados libros franceses, algunos de autores latinoamericanos dedicados. Todos ellos le decepcionaron. Primeras ediciones de poetas surrealistas, con los que pensaba que podía comprarse un estanco entero, apenas le dieron para un paquete de Players. Una primera edición de Balzac le alcanzó para comprarse dos paquetes de Lucky. Flaubert estaba mejor cotizado y pudo fumar una semana entera Gauloises gracias a sus libros. Pero aún le quedaba una humillación por sufrir al peruano: en su biblioteca sólo quedaban diez ejemplares de Los gallinazos sin pluma, su primer libro, impreso en humilde edición limeña por un amigo suyo. Los llevó al librero de viejo que mejor lo había tratado y el librero, al ver la tosca edición, le dijo: no, por aquí no paso, vaya a Gibert, que compra libros al peso. Eso hizo. Pesaron los diez ejemplares y le dieron monedas suficientes para que se comprara un paquete de Gitanes. Su biblioteca, literalmente se hizo humo. Busco en abebooks ahora y veo que hay sólo un ejemplar de Los gallinazos... a la venta: lo tiene un librero americano en 250 dólares. Dan para muchos cigarrillos.

Quizá por eso, el destino que muchos escritores prefieran para sus libros sea el de la Fundación. Es el que, por ejemplo, eligió para su biblioteca Caballero Bonald,custodiada ahora en la sede de la Fundación que lleva su nombre en Jerez de la Frontera.

¿Hangares con goteras?
Allí pueden acudir críticos y estudiosos de la generación del 50 para curiosear en las dedicatorias que sus compañeros de viaje estampaban en los ejemplares que regalaban a Pepe Caballero. Bonald fue secretario, durante largo tiempo, de Camilo José Cela, cuya inmensa biblioteca, una de las mejores de su época, saltó hace poco a las páginas de actualidad de los periódicos porque buena parte de ella, según los trabajadores de la Fundación Cela, se guardaba en cajas olvidadas en un hangar con goteras.

Insisto, ser columna vertebral de una Fundación parece ser el destino natural en España de las bibliotecas de los escritores que hayan tomado estas precauciones: vivir lo suficiente como para inspirar una Fundación, y haber nacido en una villa no muy grande, porque los Ayuntamientos de las grandes ciudades no están para gaitas. Alguno de esos pueblos tienen a la Fundación del escritor patrio como fuente de ingreso, fomentando el turismo. En Moguer está la Fundación J.R.J, que conserva una pequeña parte de la biblioteca del poeta, biblioteca que pasó por varios avatares novelescos, pues fue robada, a punta de pistola, por eminentes intelectuales falangistas, encabezados por Félix Ros, en cuanto fue tomado Madrid. En Moguer los libros de la biblioteca de JRJ sólo hacen bonito, simbolistas franceses y volúmenes modernistas: forman parte de la decoración. El grueso de su biblioteca y archivo está en Río Piedras, en la Universidad de San Juan de Puerto Rico. Peor suerte le cupo a la biblioteca de Aleixandre, imaginen con qué volúmenes: no inspiró al Ayuntamiento de Madrid ninguna Fundación. Legada por el Nobel a Carlos Bousoño, cuando se trataba de venderla al Centro de la Generación del 27 de Málagala familia de Aleixandre interpuso una demanda que la justicia acabó desestimando.

La biblioteca de J. M. Alfaro
El Centro de la Generación del 27, que dirige Mesa Toré, tiene, en efecto, como columna vertebral una espléndida biblioteca formada por varios imponentes fondos bibliográficos y una imprenta, la mítica Minerva donde Altolaguirre y Prados imprimieron las primeras cosas de muchos de sus compañeros de generación. La biblioteca del 27 se alimenta sobre todo de donaciones (sin ser exhaustivo, tienen los archivos de Pérez Clotet, Emilio Prado, Souvirón o Moreno Villa), pero también de compras efectuadas a los dueños de las bibliotecas: por ejemplo le compraron la extensa biblioteca y el no menos extenso archivo al poeta Francisco Giner de los Ríos con la condición de que no se integrara en la biblioteca del Centro hasta que le llegara la hora de la muerte. También se le compró el archivo María Teresa León-Rafael Alberti a Aitana Alberti, y el de Leopoldo Panero a sus herederos.

Sobre la biblioteca de éste último corrían en el Madrid de la movida excelentes anécdotas acerca de cómo Michi Panero iba desmigajando la biblioteca de su padre para pagarse sus cosas, poquito a poco; lo mismo que se decía que hacía el hijo de Giménez Caballero: el Rastro de aquellos años parecía, por lo que ofrecía, una librería del Cecil Court de la buena época en la que Cyrill Connolly escribió: "las dos palabras más detestables de cualquier idioma son segunda edición". También, según recuerda el coleccionista Marco Antonio Iglesias, se ponía a vender pocas cositas cada domingo un señor atildado de pelo blanco, que ofrecía, a precios altos, para que se supiera que sabía lo que vendía, cosas del 27 y el 98. Todas ellas tenían una sola en común: estaban dedicadas a José María Alfaro, escritor hoy olvidado. La de Alfaro era una excelente biblioteca porque le gustaba coleccionar, y tenía muchos amigos escritores que el tiempo ha revitalizado -Foxá, Sánchez Mazas, Ruano, Torrente...

No todas las bibliotecas de escritor, naturalmente, son buenas bibliotecas: algunas sólo resultan útiles como meros espejos del escritor que fue su propietario, y despedazadas en un rastro, no vale mucho si ese escritor, además, no tuvo demasiados amigos que le dedicaran sus libros. Pero nunca se sabe qué biblioteca será más valiosa en el futuro: hay bibliotecas que hoy mismo no valdrían demasiado en una subasta -supongamos, la de alguien de mi generación, que no compra primeras ediciones, pero es tan simpático que todos los escritores de la generación anterior y la posterior le envían sus libros dedicados pero que quizá dentro de 20 años multiplique su valor actual. Y es que los libreros de viejo, por muy independientes que se digan, cada vez siguen más las consignas de la actualidad, de donde una primera edición de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, publicada en 1998, ronde los 300 euros, mientras que una primera edición de La verdad sobre el caso Savolta, publicada en 1975, no llegue a los 50.

Cazadores de rastros
Los rastros, las almonedas, son bancos sin fondo. Quien más sabe de ello es Bonet y Trapiello, que van en singular en esta ocasión como Ortega y Gasset: aunque cada uno tenga su biblioteca, todos los que hablan de ellos como cazadores de el Rastro parece que se refieren a un solo personaje. Es una broma, claro. Trapiello ha escrito las páginas más hermosas sobre el lugar: sacadas de su Salón de Pasos Perdidos, podrían formar un volumen exento que tomara el testigo de la obra maestra de Gómez de la Serna. Bonet todavía encuentra cosas increíbles -La sombra de una princesa de Isaac Muñoz, la plaquette futurista de Julius Evola- jugando con dos circunstancias: su enciclopédica información y la ignorancia del que sólo está vendiendo papel.

De rastros sabe también mucho José Carlos Cataño, que mantiene un blog sobre sus correrías de amanecida en los Encantes, Barcelona. La Universidad de Sevilla publica en estos días su libro De rastros y encantes, donde da buena cuenta de sus venturas y desventuras: es un libro delicioso. En cuanto al tema que nos concierne, bibliotecas de grandes escritores que se despedazan en las almonedas, cuenta que en efecto ha visto hace pocos domingos muchos libros dedicados a un importante autor barcelonés en el mercado de Sant Antoni, y que curiosamente ese mismo autor se pilló un cabreo de gran hombre cuando vio en una librería de viejo muchos de sus libros, dedicados por él, y vendidos por aquel al que se los dedicó. Cataño, me dice, ya no dedica libros a gente que no conoce: los manda con una tarjetita. Porque los críticos, naturalmente, son los que más a menudo hacen brutal crítica literaria llamando a un librero de viejo para que se lleven varias cajas de novedades al mes: ningún crítico vive en una casa tan grande como para acoger todo lo que los críticos reciben al año. Rafael Conte depositaba cajas y cajas de libros en las casetas de la Cuesta de Moyano, y allí podía ir uno a ver las dedicatorias halagadoras con que tantos narradores temerosos le doraban la píldora. Dice Cataño que en los Encantes una buena mañana dio con toda una biblioteca de libros de un crítico de La Vanguardia: podía entender que el crítico se hubiese deshecho de aquellos cientos de libros, lo que no era comprensible era que ensuciase cada tomo con su ex libris. ¿Quería que se supiera que aquellos libros habían merecido su desprecio? Puede ser. La verdad sea dicha, es fácil comprender a los críticos: uno, sin serlo, practica a veces esa modalidad de la crítica literaria que es la mudanza y se ve obligado a desprenderse de decenas de volúmenes. Quien sabe mucho de bibliotecas de autores importantes es Jesús Marchamalo, que se sumergió en la de Cortázar para desvelarnos a un lector minucioso que ensuciaba los libros con sus anotaciones.

Marchamalo publica en estos días Donde se guardan los libros, una serie de entrevistas a autores actuales cuyas bibliotecas visita. Ahí nos enteramos de que Vargas Llosa, que tiene la biblioteca dividida en varias ciudades, puntúa cada libro que lee del 1 al 20; que el infierno está para Gamoneda arriba, en un desván donde guarda los libros que no va a volver a abrir, y que para Pérez-Reverte el infierno está abajo, en un sótano donde quedan los libros que no le interesan y del que raramente escapa algún volumen (ahí tiene Los Detectives Salvajes de Bolaño, por ejemplo). Imposible no preguntarse, al ver las buenas fotos que ilustran el libro, cuáles de estas bibliotecas serán un día columna vertebral de una Fundación o serán expuestas al viento de los libreros.

Pero acabar como ombligo de una Fundación o ser despedazada por los herederos no son los únicos destinos posibles para las bibliotecas de los escritores. En Estados Unidos, las Universidades suelen pelearse por conseguir que, mientras están vivos, los escritores les cedan los derechos sobre sus archivos y bibliotecas, a veces a cambio de un estipendio o incluso de un puesto: allí consideran que la escritura creativa puede ser una asignatura. En España no parece que muchas universidades estén aún por la labor de comunicarse con escritores provectos para preguntarles qué destino han pensado para sus bibliotecas, pero hay quien, como Francisco Rico, según Marchamalo, se está deshaciendo de una parte importante de su biblioteca para entregarla a la de su Universidad, imponiéndo una condición: que no aparquen sus libros en una sala especial que lleve su nombre, sino que se integren en el fondo de la Biblioteca.

Secretos de estanterías
Lamentablemente que un escritor ceda su biblioteca a una Universidad, por muy americana que sea, no es garantía de haberle asegurado el futuro. Durante sus últimos años de docencia, Américo Castro, que después de la guerra dio clases en muchas universidades norteamericanas, quiso que el destino de su espléndida biblioteca fuese la Universidad de San Diego (California). Allí se quedaron, hasta que muchos de ellos sufrieron la mentecatez de un expurgo realizado por un analfabeto (bendito sea), que decidió liquidar los fondos de la biblioteca de Castro sacándolos en cajones para que quien pasara por allí se llevara lo que le apeteciese. Gracias al mentecato unos cuantos libreros de viejo hicieron su agosto: libros de Salinas, Guillen, Juan Ramón, Aleixandre, Alberti, Cernuda, dedicados, todos ellos con el ex libris de Américo Castro en la guarda delantera, dejaron de pertenecer a la biblioteca de Américo Castro para hacer felices a coleccionistas de todo el mundo.

Andrés Trapiello


Confiesa Andrés Trapiello, avezado cazador de bibliotecas, que "cuando se vende un libro viejo suele ser porque ha muerto su dueño, porque necesita el dinero o porque ha dejado de gustarle o no le gusta lo suficiente como para seguir teniéndolo consigo. Así que cada libro viejo viene con una historia. Y todo es relativo: los libros, aunque se hayan pagado por ellos millones, no siempre están en las mejores manos. La rueda de la fortuna también rige para los libros, que un día están mejor y otros peor, según con quién. En mi caso, los viejos han sido la alegría en la casa del pobre, y ha durado mucho".

A él, por ejemplo, le hizo ilusión encontrar en el Rastro la primera edición de La Fontana de Oro, dedicada por Galdós a José María de Pereda. "Pereda se quejó años despues de que Galdós no le enviara los libros dedicados", explica. También se ha topado con obras suyas dedicadas, "mías y de todo el mundo. Y entonces pienso en lo que decía en la primera pregunta, pero me alegra saber que quizá su segunda vida sea mejor que la primera". De su biblioteca, en cambio, afirma no saber cuál será su destino, pero le gustaría que sus libros "acabaran en manos de gentes que los estimaran y cuidaran, y sólo en el supuesto de que fueran a leerlos. Nada de bibliófilos que tienen los libros en las paredes como esos trofeos de caza tan fúnebres"

¿Las bibliotecas de un coetáneo más valiosas en el futuro? "De las que conozco, la de Abelardo Linares y la de Bonet."


José Carlos Cataño


"Salvo la vez en que un sabio notario barcelonés legó su inmensa biblioteca a todo aquel que se interesara por sus libros, las bibliotecas las he ido encontrando troceadas. De eso hablo en De rastros y encantes. Yo sólo soy un modesto encontrador, y sé que no se encuentra lo que se busca, sino lo que nos despierta el deseo de encontrar algo algún día. Por lejano y curioso, recuerdo una Antología de haikais japoneses antiguos y modernos, un ejemplar dedicado, de los cien que se tiraron en Tokio en 1930, de Kasai Shizuo, que vivió en el Madrid de los años veinte".

A juicio de Cataño, "los hijos de los escritores que acaban saldando sus libros no suelen tener la culpa de su ignorancia, que es lo que suelen heredar. Peor me parecen la ignorancia y el desprecio de las instituciones, por no hablar de las viudas, viudos y albaceas que tratan de reescribir la trayectoria de un escritor. En mi caso me he encontrado en almonedas y librerías de viejo con libros míos dedicados menos veces de las deseables y menos los títulos que más me interesan para volver a regalar. Pero los milagros existen: hace poco me encontré, en un ejemplar dedicado a Vila-Matas, el original mecanográfico de una conferencia mía, "La mujer de Lot". Y confiesa sus dudas: si tuviera que señalar una biblioteca a saquear de un contemporáneo, se debate "entre la de Juan Manuel Bonet y la de Trapiello".

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