30.6.12

La soledad del Che Guevara

"La ganancia política para el lector de esta novela,  está en reconocer el lado humano, profundamente humano, y de fracasos, de una  icónica figura histórica,  de un idealismo revolucionario extremo, cargada de heroísmo, y necesidad de cambio profundo"
Ernesto Guevara de la Serna, también llamado El Che. foto:archivo. fuente:elespectador.com
Portada Método práctico de la guerrilla, de Marcelo Ferroni.


 Cuando leí el título de esta novela, ópera prima de Marcelo Ferroni, escritor brasileño, me llamó muchísimo la atención la escogencia del nombre, porque en estos tiempos difíciles de auge y plena derechización del mundo capitalista y planetario, donde el discurso político del Che, se ha asimilado, ya no como una guía para la acción armada, sino en una creciente nostalgización de su ideal idílico del llamado Hombre Nuevo en la Revolución, que está registrado desde las camisetas con su efigie, que usan los  jóvenes roqueros como conspicuos ejecutivos y nada pasa… También comprendí que el autor lo que quiso hacer desde el título,  fue ironizar con la gesta subversiva,  y sobre todo, con el método práctico de la guerrilla, que el propio Che entronizó como un manual de insurrección. Empezaban los tiempos de las sistematizaciones con las instrucciones político-militares para hacer la revolución.
Pero de esto no trata la novela. El autor Ferroni, se vale y se concentra con una documentación exhaustiva, para contarnos, con esos testimonios históricos,  las minucias domésticas, de todos los personajes/personas, profundamente humanas en un tono de suspenso acumulativo, con una prosa funcional y directa, sin ampulosidades de verbo ni florituras con el lenguaje, (cabe destacar aquí que es una traducción del portugués brasilero, hecho  en un español, donde nos disuena bastante a nosotros lectores latinoamericanos, el vaís o el vosotros, pero el texto no contiene tanto y se deja leer bien en este aspecto del regionalismo que sufre la lengua del castellano-español)  los últimos combates de la travesía  de Ernesto Guevara de la Serna también llamado El Che, por llevar a cabo su proyecto político-revolucionario de la revolución continental desde el frio altiplano boliviano.
El personaje histórico es reconstruido, en una especie de collage especial, de rompecabezas, de puzzle de comentarios con la indagación desde los diversos testimonios directos de los involucrados en sus días finales.
 El Comandante tiene que vérselas, y sufrirlas  todas, en soledad, asmático, malhablado y grosero siempre autoritario con todos sus subalternos; con una desorganización de cuadros, donde cada uno de estos  guerrilleros, quería figurar, pues la cercanía con el personaje,  ya de por sí célebre entonces y de ascendiente famoso, le daban un cariz icónico y de hito histórico, pues, al fin la cuadrilla de la guerrilla guevarista estaba tratando, o trataba de crear:  uno, dos, tres Vietnams, en  Latinoamérica,  para prender  la chispa que nunca encendería la pradera de la revolución continental, para así dar al traste con el imperialismo norteamericano opresor, la explotación capitalista, y la lucha de clases. Pero este objetivo revolucionario guevarista, se va acumulando de imposibles en la situación concreta, que no se sabía en qué  momento ni bajo qué fuerzas adversas. O sí las había:  eran de índole personalista, de malos entendidos de los burócratas del PC boliviano; la figura mítica de  Mario Monje desdice muchísimo aquí de su función colaboradora de esta gesta; de unos mismos cuadros dirigentes, ansiosos de figuración ideológica- recuérdese que estamos, dentro del contexto histórico de la época, con varias líneas ideológicas, y esos cuadros no estaban ajenos a seguirlas: línea Pekín, línea, Moscú, etcétera- que desean realizar un cambio profundo en  la estructura social, pero no estaban con las condiciones sociales plenas para desarrollar una insurrección popular, al estilo del foquismo cubano, creación  original fidelista de esa combinación de todas las formas de lucha revolucionaria.
En la medida del desarrollo del relato con toda la minucia de las mezquindades humanas de todos los personajes/personas de la gesta del fracaso guevarista de su método de la guerrilla. El personaje central/persona, El Comandante como suele ser llamado durante la narración, queda siempre en un trasfondo oscuro y de opacidad histórica para que el lector, vaya haciendo un distanciamiento brechtiano; llamémoslo, con esos días aciagos, “días negros” escribe el propio Che en su diario.
Todos los pasos malhadados de todos los personajes/personas, en llevar la contraria con sus decisiones, por cotidianas o simples, van creando el llamado efecto mariposa, para ir empeorando las actividades de la gesta revolucionaria guevarista. La misma postura orgullosa y soberbia del Comandante, que siempre se muestra ausente, y ajeno, sintomático de su última aventura africana de otro fracaso revolucionario, ayudan a ese final trágico. Donde la claridad por cambiar las cosas, o el estado de esas cosas se hacía sin chitar pero de mal en peor…
 Tania, que asimila y milita claramente con el discurso de la revolución, y su transformación social pero cuyo accionar desde su género también fracasa en un posible amor de verano revolucionario hacia el Che. Habría que recordar aquí el ascendiente que el propio Che tenía hacia la contraparte de las féminas.
El personaje Joáo Batista, el joven “burgues” brasileño va creciendo en importancia dramática dentro del relato. Habría que señalarlo si es porque el autor quiere que un personaje de su nacionalidad, tenga un brillo especial en su relato ficcional de la gesta revolucionaria del Che Guevara. Yo me digo que era posible, en esos tiempos de ideales plenos de construir la Utopía de la Revolución.
 La ganancia política para el lector de esta novela,  está en reconocer el lado humano, profundamente humano, y de fracasos, de una  icónica figura histórica,  de un idealismo revolucionario extremo, cargada de heroísmo, y necesidad de cambio profundo, que asimilo individualmente la divisa marxista  del internacionalismo proletario, llevada en la práctica social hasta sus últimas consecuencias.
Esta  novela trata de esto y su fracaso humano también.
Método práctico de la guerrilla
Marcelo Ferroni
Traducción de Roser Vilagrassa
Alfaguara
232 páginas

26.6.12

El mundo del espectáculo



Rating, del venezolano Alberto Barrera Tyszka, utiliza la televisión para narrar sobre relaciones humanas
Portada de Rating, de Alberto Barrera Tyszka. foto:internet. fuente: Revista Ñ
Alberto Barrera Tyszka. Además de escritor, es periodista y columnista de El Nacional.foto.fuente: Revista Ñ
Venezuela no es un país conocido por exportar novelas, pero el siglo XX lo ha dotado con un género de mayor alcance en nuestro continente: la telenovela. Sin embargo, en los útlimos años el imperio de las lágrimas televisadas fue languideciendo y el centro del mercado latinoamericano lo conquistó Colombia, por razones que nos exceden. Carolina Acosta-Alzuru, estudiosa del tema, apuntó en una entrevista: “La telenovela venezolana en mi opinión tiene que volver a hablarnos a los venezolanos primero y recuperarnos como público. El mercado internacional vendrá después, y sólo si tenemos una estrategia de mercadeo más eficiente y honesta. Es clave que nuestra industria telenovelera nunca subestime la inteligencia del público y luche contra la fuerte tendencia de la cultura popular a repetirse a sí misma”. Y ahora que esta expresión de lo popular empieza a ser en Venezuela un archivo, un recuerdo de décadas anteriores, puede llegar una novela como Rating que la arrebate como tema y la intervenga desde los mecanismos de la literatura.
En apariencia, la de Alberto Barrera Tyszka es una novela sobre el funcionamiento de la televisión y la industria del espectáculo. No está escrita desde Guy Debord, ni desde Buadrillard, ni desde Pierre Bourdieu, ni desde Marshal McLuhan; tiene un sesgo teórico más personal y fracturado, esparcido en pequeñas “historias de vida”, y es más bien un relato que usa a la televisión para narrar las relaciones humanas. Vamos a la trama, bien rápido: uno de los principales canales de aire venezolanos viene en franca decadencia, y a un gerente casi retirado se le ocurre una idea epifánica, que redimirá las finanzas de la empresa: montar un reality show con indigentes. Para darle forma recurren a Manuel Izquierdo, un viejo guionista de telenovelas, resentido y de vuelta de todo. El contrapunto de aquel personaje es Pablo, un joven aspirante a poeta que arranca en el mundo de los medios y lo tiene todo por aprender. El hombre que ya vivió mil batallas y el joven entusiasta, una vieja fórmula. A partir de las charlas que tienen los dos guionistas, el libro repasa la estructura y la identidad de la televisión venezolana bajo la recapitulación de telenovelas exitosas, y finalmente lo que le está enseñando Izquierdo a Pablo es cómo narrar las emociones, extremándolas, manipulándolas.
El libro está codificado bajo una forma narrativa que funciona. Un capítulo es narrado por Pablo, otro por Izquierdo y otro por un narrador omnisciente. A medida que avanza la historia, las voces narrativas aparecen en un mismo capítulo, hasta casi juntarse del todo. La técnica sirve para ofrecer distintas versiones de una misma escena, y la narración puede navegar por la conciencia de los personajes con total libertad. La contratapa de esta edición consigna, por lo demás, que el personaje central, el del guionista de telenovelas, se ha vuelto “cínico y descreído”. Es cierto, pero la adjetivación quizá sea un poco desmedida. A diferencia de novelas de un talante parangonable (y del mismo sello), como Recursos humanos de Antonio Ortuño o Lodo, de Guillermo Fadanelli, la acidez del personaje es más bien suave. Lo mismo sucede con el tópico del reality con indigentes: podría ser una plataforma para lo escabroso y lo perverso, de donde saldría, felizmente, una buena novela oscura, pero lo “políticamente incorrecto” se diluye y la idea pasa, si se quiere, a un segundo plano. Quizás, entonces, no haya que leer este libro como una novela sobre la identidad venezolana, ni sobre la industria del espectáculo, ni sobre el mundo del trabajo, sino como una novela más sobre las relaciones entre hombres y mujeres.
Coda: A quien le queden dudas, en este enlace puede ver una charla del autor sobre el melodrama, titulada "Cómo morir de amor". Es tan divertida como la novela.

4.6.12

Playa tomada


Mientras el negocio del turismo se expande, sus raíces se hunden cada vez más en las miserias del capitalismo: mientras el lavado de dinero alza castillos frente al mar, la oferta adopta formas cada vez más extremas para atraer a una población más insatisfecha
Juan Villoro, escritor mexicano, autor de Arrecife.foto.fuente:pagina12.com.ar
En un escenario así, un complejo llamado La Pirámide, donde se ofrecen peligros controlados para turistas en busca de los placeres del miedo, Juan Villoro ambienta Arrecife, un policial atravesado por la violencia, el tráfico de drogas, el cambio climático y los residuos de la contracultura, cuyo enigma deviene una reflexión sobre la memoria, el continente y las traiciones.
UNO Siempre me intrigó –mejor dicho: siempre me desilusionó– el que en las playas ondearan banderines y banderas advirtiendo de la conducta psicótica y bipolar de las aguas, de sus peligros ciertos y mansedumbres engañosas pero que, además, no existiese un sistema de señales similar para advertir de los riesgos y amenazas acechando ahí al lado, en la supuesta tierra firme, en las arenas eternamente movedizas. Porque, después de todo, qué es lo que te puede ocurrir entre las olas: ¿perder el traje de baño?, ¿que te pique una medusa?, ¿no poder salir del agua por un rato hasta que remita una inoportuna pero acaso justificada erección?, ¿realizar, con cierta retroinfantil culpa y regocijo, una o dos funciones corporales?, ¿que un tiburón te arranque una pierna?, ¿sufrir un calambre y ahogarte? Poca cosa, escasas posibilidades narrativas, casi microrrelatos.
En la playa, en cambio, sucede de todo. Infinitas tramas. En la playa no sólo te quemás las plantas de los pies. O te roban el reloj o tu hijo te entierra vivo. O te estafan en un bar. O se aplaude para avisar que un hijo de otro se ha perdido. O se comprende de una buena vez –en la prisión del aire libre, a la vista de todos y de todas– qué era eso de la propia decadencia física. En la playa es donde se oye más fuerte y más claro el opiáceo canto de las sirenas. En la playa puede achicharrarse tu piel por falta de protección solar, pero, al mismo tiempo, puede arder tu cerebro y tu corazón hasta consumirse. En la playa es donde la amplitud del horizonte incita a tener visiones. En la playa no hay límites.
¿Por qué, entonces, hay salvavidas que te arrancan del abrazo traicionero de las corrientes marinas y no salvavidas que se acerquen a uno y le expliquen por qué que es mejor no aceptar la invitación a cenar de esa pareja de noruegos platinados del bungalow Nº 5? Y levante la mano quien, real y simbólicamente, no haya tirado la toalla y sacado ampollas y sentido, en una playa, que se acabó el amor y empezó el odio para de inmediato, insolado, tomar una de esas decisiones que, más que tomarse, se devoran para que, enseguida, te devoren.
Sí, la playa es el lugar del que surgimos hace milenios y el lugar al que volvemos para que esparzan nuestras cenizas.
La playa –y no el espacio– es la verdadera última frontera que no deja de expandirse.
Así, no creerle nunca a esos carteles que rezan “Fin de playa” porque –podemos verlo– la playa sigue y sigue y, como se advierte en esos mapas antiguos de la conquista, “Más allá hay monstruos”.
Y más acá también.
DOS Así, un rápido paseo por las playas de mi biblioteca me descubre de nuevo que no hay territorio más fértil para construir los sólidos castillos de arena de la ficción. A ver, rápida carrera hasta la orilla: las playas fatales de El extranjero, de Albert Camus, y de Esta casa en llamas, de William Styron, y de El mago, de John Fowles, y de Los nombres, de Don DeLillo, y de El tercer Reich, de Roberto Bolaño. Las playas iniciáticas de David Copperfield, de Charles Dickens, y de El señor de las moscas, de William Golding. Las playas para outsiders absolutos de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, y de (porque el desierto no es otra cosa que una playa infinita, pero inconclusa) El cielo protector, de Paul Bowles. Las playas aventureras de Julio Verne y Emilio Salgari y Alejandro Dumas. Las playas crepusculares de El mar, el mar, de Murdoch, y de El mar, de John Banville. Las playas findemundistas de La invención de Morel y “El gran Serafín”, de Adolfo Bioy Casares, y de Fiskadoro, de Denis Johnson. La playa al final de “Adiós, hermano mío”, de John Cheever, y la playa al final de Seymour Glass en “Un día perfecto para el pez banana”, de Jerome David Salinger. La playa que abre Tierna es la noche, de Francis Scott Fitzgerald, y la playa en el centro de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust y la playa que cierra Muerte en Venecia, de Thomas Mann. O la playa como especie a diseccionar en La vida descalzo, de Alan Pauls. Mismo impulso para playas de mi cinemateca privada. La playa hacia la que cabalga un iluminado vestido de blanco en Lawrence de Arabia. La playa diurna de Verano del 42 y la playa nocturna con esos cangrejos gigantes y telepáticos marca Roger Corman. La playa en la que se sienta Barton Fink con una caja que no sabemos qué contiene, pero seguro que no contiene nada bueno. La playa a la que se fugan del colegio los jóvenes enamorados de Melody. La playa matutina perfumada con napalm para los surfistas de Apocalypse Now!. La playa desde la que huye (en la película y no en la novela) Yossarian en Catch-22. La playa de Los 400 golpes desde la que nos mira Antoine Doinel con ojos de comprenderlo todo de golpe, y la playa en la que el Marcello de La dolce vita no escucha nada de lo que le explica un niño, y la playa de El planeta de los simios, con un Chartlon Heston de rodillas y desconsolado frente a los restos de la Estatua de la Libertad y reprochándose íntimamente con un cómo no me di cuenta antes. Podría seguir y seguir caminando y –nunca mejor dicho– explayarme en músicas y pinturas (ejemplo: ese pequeño cuadro que pintó en una playa Pablo Picasso a los siete años y que, inmovilizando aquello que nunca se detiene, una humilde ola habla ya de la justificada y precoz soberbia de un genio), pero mejor detenerme aquí antes de que amanezca. Y tan sólo agregar que, a partir de ahora, en el tormentoso Caribe mexicano, la piramidal playa de Arrecife, de Juan Villoro, se une a todas esas playas que, como bien sospechaban ustedes, aunque tengan distinto nombre, son siempre la misma playa.
TRES Y Arrecife es un thriller, por lo que –por razones obvias y respeto a los que aún no se han asoleado en sus médanos– no abundaré aquí en su argumento y mareantes giros y sorpresas. Pero sí precisaré que –de un modo u otro, como todas las novelas anteriores de Juan Villoro– Arrecife es un thriller existencial.
Es decir: un thriller lejos del orden mecánico de victorianas mansiones con cadáveres en el jardín o apartado de tipos duros que andan ahí besando rubias y subiéndose el cuello de sus gabardinas marca noir. Arrecife es un thriller que se inscribe dentro del riguroso caos del policial típicamente latinoamericano, pero –diferencia ineludible y notable– sin por eso dejar de comulgar directamente con esas grandes novelas criminales cuya ecuación sería amistad + traición = desilusión y epifanía. El aria del que brotan admirables variaciones como La llave de cristal, de Hammett, El largo adiós, de Chandler, y El último buen beso, de Crumley –es, claro, El gran Gatsby, de Fitzgerald. Y ya saben: todas ellas, como Arrecife, son novelas pertenecientes al género que, a falta de mejor nombre, cabe bautizarse como Género del Otro. Novelas en las que el otro no puede dejar de ser observado por el uno. Y, por supuesto, últimos tramos con largas conversaciones en las que los cómplices descubren que son rivales, que nunca hay inocentes del todo, y donde abundan tipos perdidos –mirando fijo a tipos más perdidos todavía– con la secreta esperanza de encontrar algo que los haga sentirse un poco menos extraviados en el tejido de sus vidas.
Buena suerte, mucha buena suerte, van a necesitarla.
CUATRO Y Juan Villoro –en la primerísima primera persona del singularísimo “héroe” y narrador, el ex mex-rocker y desmemoriado musicalizador de acuarios Tony Góngora; para el que Mario Müller es una cruza de Jay Gatz fitzgeraldiano, Paul Madvig hammettesco, Terry Lennox chandleriano y Abraham Traherne crumleyesco– ya nos los advierte en las primeras páginas, cosa de que después no digamos que no nos avisó.
“Todos estábamos ahí porque algo se había jodido en otra parte”, leemos allí.
Pocos metros después, las cosas también se joden en La pirámide, porque aparece un cadáver atravesado por un arpón. Y ahí, a su alrededor, en el resort de nombre La Pirámide –un sitio, como nos anuncia el tan geográfico como lírico título de la novela, donde todos han encallado o se han dejado encallar– se reúne un elenco que recuerda a una versión freak y casi apocalíptica del juego de mesa policial Cluedo o una pandilla con la que podrían hacer maravillas los hermanos Coen.
Es decir –voy a decirlo– leer Arrecife es muy divertido; porque Arrecife, dentro de la ya espaciosa obra de Villoro, es un divertimento en el mejor sentido de la palabra.
Es decir, de nuevo: Arrecife es la que Graham Greene definía como divertimento a la hora de referirse a obras maestras en serio como la novela El factor humano o la novelization a partir del guión para El tercer hombre.
Sépanlo: en Arrecife hay sexo y drogas y rock’n’roll y sangre y arena.
Y pasan muchas cosas.
Arrecife Juan Villoro Anagrama 240 páginas
Y pasan las páginas y no pueden dejar de pasarse.
Argentino después de todo, voy a arriesgar una interpretación lo más psicoanalítica posible, considerando que soy uno de los contados argentinos que no creen demasiado en el psicoanálisis y que nunca se psicoanalizaron: leyendo Arrecife es como si yo hubiera sentido la calma y el relajo y las ganas de pasarla bien de Villoro sin la obligación o necesidad de estar escribiendo la Gran Novela Mexicana Contemporánea (porque ya había rendido exitosamente esa asignatura con El testigo) y su sola intención fuera la de escribir como quien lee: un Villoro preguntándose con una sonrisa qué irá a pasar ahora, qué pasará después.
Y de haberme psicoanalizado argentinamente, no habría faltado el profesional que diagnosticara mi manía referencial. Para bien o para mal, esa función fue cumplida con entusiasmo por críticos literarios (generalmente argentinos) y, aviso, es una manía que no me interesa superar. Y, a todos los invocados más arriba, voy a agregar dos nombres más que me parecen claves a la hora del trazado de Arrecife: Patricia Highsmith y J. G. Ballard.
De la primera, esa delgada línea que separa a la inocencia del crimen y la culpa como combustible zombi y bebida energética cafeína-electrolítica. Del segundo, la obsesión por los paisajes terminales y la manipulación de las emociones en las variaciones sin fecha de vencimiento de esos ambientes envasados al vacío y en, ah, esa chica que hace el amor con el televisor encendido y emitiendo videos de cirugías plásticas que bien podría haberse escapado de ese otro resort de Noches de cocaína.
Y, claro, ese regocijo de Highsmith & Ballard por ir orquestando, nota a nota, grano de arena a grano de arena, la melodía entrópica del desastre por el sólo placer de, sí, ser testigo de ese desastre. Leemos a la en más de un momento alucinada y alucinatoria Arrecife –como leemos a Highsmith y a Ballard– con esa sensación de inquietante y seria comicidad que nos provoca el espanto contemplado justo desde el lugar en que el sueño que comienza a ser ahogado por la marea creciente de la pesadilla. Y, claro, no demoramos en descubrir que estamos despiertos, que tenemos los ojos bien abiertos, y que no podemos cerrarlos.
Pero hablemos ahora de Villoro; porque Arrecife –donde, turismo desventura más que turismo aventura, dar y tener miedo es parte del programa de actividades recreacionales de La Pirámide, donde se equaliza sin dificultad el latido de sanguíneos y sangrantes ritos precolombinos– es una novela inequívocamente villoriana en la que el ADN y las constantes vitales de su autor son fácilmente identificadas y reconocidas desde la primera línea.
A saber, a la hora del identikit del sospechoso, rasgos personales:
a) Diálogos de una naturalidad que siempre me despertaron una, espero, saludable envidia. Siempre pensé que Villoro, junto con Alberto Fuguet, es el gran dialogador de la literatura latinoamericana de aquí y ahora.
b) Y Villoro –a solas– es el gran descriptor de escenas de sexo de la literatura latinoamericana de aquí y ahora. Y punto. Y aparte.
c) Villorianas preguntas sin respuesta, pero que funcionan como rotundas afirmaciones. Porque Villoro es uno de lo mejores “preguntadores” que conozco. Apenas un ejemplo, en la página 24, de Arrecife donde se lee: “¿Habrá un registro de hijos con madres que jamás lloraron?”. Y la respuesta es, claro, si no lo hay, que lo creen ahorita mismo. No, mejor que lo creen no ahorita sino ahora mismo. Porque ahorita nunca llega. E insisto con Vietnam –porque hay Vietnam en Arrecife– y me permito imaginar una versión del ya mencionado film de Francis Ford Coppola retitulado Apocalipsis Ahorita, donde Willard todavía está haciendo morisquetas masturbatorias frente al espejo de una habitación en Saigón y Kurtz muy bien, gracias. “Ahorita salgo a matarlo”, dice Willard. Y mañana nunca se sabe, falta tanto para mañana...
d) Lo anterior me lleva a la particular percepción del tiempo de los mexicanos. A esa elasticidad de horas en días es uno de los rasgos distintivos de Arrecife, donde todo parece transcurrir en la más vertiginosa de las cámaras lentas y los acontecimientos no dejan de precipitarse, pero –atención– caen y caen y siguen cayendo sin nunca tocar fondo del todo. Y al talento de Villoro no para comprender a México, pero sí para intentar comprenderlo con esa mirada de rayos V. Mirada que lo ha convertido en uno de los más grandes radiógrafos (forma excelsa y poco frecuente del cada vez más abundante cronista), en el gran retratista de su tembloroso país y de lo que lo rodea, ya sea un terremoto chileno o un mundial de fútbol. Una muestra: “México es un país de ilusiones gigantescas. El desastre contemporáneo se mitiga con proyectos desmedidos”. Otra: “Inglaterra había pasado de ser el país con la peor cocina del mundo a explorar gastronomías exóticas con el apetito indagatorio de una estirpe de náufragos y piratas”. Y otra que, pienso, encierra y sintetiza “el tema” de Arrecife: “Los lugares apartados existen para decir cosas que en otro sitio carecen de sentido”. Y, se sabe, muchas veces decir es la breve antesala o vestuario del hacer. O del deshacer. Y tantas cosas se deshacen en ese “otro sitio” donde transcurre y discurre Arrecife.
e) El destello inquietante quebrando con un relámpago de fiebre la supuestamente plácida realidad. Hay mucho de espejismo verdadero en Arrecife y, por elegir una visión, me quedo con ese momento de hielo en la página 46 donde –como si Roman Polanski y David Lynch nos respiraran en la nuca– leemos: “Una tarde, al pasar junto a un cuarto, la puerta se abrió apenas. Arrojaron una cabeza de muñeca al pasillo. En La Pirámide no se admitían niños. Vi los ojos con largas pestañas sedosas de la cabeza decapitada. No la recogí por temor a que oliera mal, estuviera embarrada de algo repugnante o me diera mala suerte”.
f) La definición tan demencial como instantáneamente irrebatible y citable. A partir de ahora, para mí, Jaco Pastorius –crucificado a patadas a la salida de una discoteca, si mal no recuerdo– no podrá ser para mí otra cosa que “el Jesucristo del bajo eléctrico”, así como ya jamás dudaré de que “el yoga era lo que los grupos de rock hacían cuando el éxito los aburría” o de eso otro en cuanto a que “muy pocos bajistas logran el tono de ‘barco amarrado en el muelle’”, sea eso lo que sea.
g) “En este país fracasar en un trabajo sirve para que te den otro trabajo”, leemos en la página 205 de Arrecife y, sí, aquí –como en novelas anteriores y numerosos relatos– Villoro vuelve a poner en juego otra de sus especialidades: la obsesiva descripción de oficios y trabajos varios.
h) Numerosas esquirlas de cultura popular, por supuesto. Y a título personal declaro aquí que agradezco el detalle de que Villoro –al que me unen muchos gustos, pero nos separa una herida que jamás cicatrizará– proyecte en Arrecife la sombra subterránea y aterciopelada de la Velvet Underground y no vuelva meterse, como en El testigo, de tan mala manera, como en la jungla de un patio de colegio y aún en los momentos más tranquilos, con ese hermano tonto, pero tan entrañable y servicial de Steely Dan que es mi querido Supertramp. Gracias, Juan, de verdad.
CINCO Una de las tantas maneras de dividir en dos a todo el género humano es la de por un lado están los que aman a la playa y por otro los que la odian. Pero podría asegurar que unos y otros disfrutarán con la lectura de Arrecife teniendo bien en claro que disfrutar –al igual que el adjetivo interesante en aquella implacable maldición china– es un verbo más bien ambiguo y polimorfo y perverso.
Y acabo de mencionar de nuevo a El testigo y, para terminar, se me ocurre que en ella hay un hombre que sólo piensa en volver a casa mientras que en Arrecife hay un hombre que intenta, por todos los medios, no pensar que hay una casa donde volver.
Aun así, y no creo estar contando el final, en las últimas líneas el protagonista se “despierta” con la comprensión del enigma. Y, otra vez dueño de sus recuerdos, se pone en movimiento como quien sale del hechizo en trance de un cuento más de brujos que de hadas. Y, por fin –el amnésico por necesidad como gran metáfora del homo latinoamericano– se propone dejar atrás ese puro presente de playa tomada, empacar su pasado y partir para hacia el futuro para, por fin, sin miedo a recordar, vivir un poco. O para, al menos, intentar seguir viviendo; pero sin poder olvidar ya nunca que –como no dice el dicho, pero sí dice Arrecife– la vida fue y es y siempre será una playa que fluye.
Este texto fue leído durante la presentación de Arrecife en la librería La Central de Barcelona, en abril de este año.

19.5.12

La huida


Gao Xingjian

Obra dramática en dos actos.

Tres personajes, que en el encierro; después de la matanza,  discuten la imposibilidad de la democracia y vivir en una dictadura que ha truncado con sangre el ideal de libertad.
Reseña
En un almacén,  que está en ruinas y a oscuras, se refugian; al principio del drama, una pareja de jóvenes. Entran allí, escondiéndose de la matanza que acaba de suceder, angustiados  por los tanques y de los tiros en las calles aledañas, que aún oyen y se suceden con incesante frecuencia. En algún momento perciben un mal olor, y tratando de ver, en la penumbra, ella al palparse su ropa está manchada de sangre y piensa que está herida, se angustia; el joven la tranquiliza y ella recuerda,  que una mujer cayó a su lado, cuando comenzaron los disparos de las ametralladoras y ella huyó entonces confusa a refugiarse junto al joven que la rescata. La joven decide desvestirse y permanece así.
La puerta se abre y entra alguien. La pareja discute que debe ser un ladrón. Pero,  quién podría a esas horas, y entre disparos incesantes ocuparse de robar. Entra un hombre maduro que viene huyendo.
El hombre se integra al drama, porque  decidió huir también de su casa, dejando a su familia, no quería ser ubicado por las mismas fuerzas represivas del orden establecido, que tarde o temprano decidirían ir tras él. Entre el hombre y el joven durante el encierro, entablan duras discusiones respecto de lo ideológico y el estado de las cosas en lo político de la situación general, de la necesidad de libertad que ha propiciado la gran manifestación de estudiantes como de hombres, mujeres  y niños que fue reprimida bajo  el tableteo de fuego incesante de las ametralladoras. El  hombre mantiene una postura cínica y descreída y de desilusión frente a los jóvenes cargados de idealismo y entusiasmo de héroes, como de anhelos que tienen una visión individual optimista y esperanzada por cambiar el mundo y  ese estado de las cosas de la política por propiciar una democracia. La discusión sigue encendida respecto de sus propios intereses particulares y de compromiso colectivo por seguir la búsqueda de  la libertad y la democracia. El hombre carga un encendedor para prender sus cigarrillos para fumar de tanto en tanto, con el que también  ilumina a destellos la penumbra del lugar donde están  encerrados y refugiados.
El joven, de pronto decide salir de allí, porque  desde afuera  ya no se oye el tropel de soldados y han cesado los estallidos. De pronto se oyen  disparos muy cerca de la puerta.
La joven se vuelve histérica  acusando al hombre de haberlo matado por su culpa al salir de primero. Y ella, la joven decide quedarse mientras el hombre musita sólo una angustiosa desesperación. Deciden quedarse. Allí refugiados.
El hombre y la  joven mujer  conversan de los roles de género. Hablan sobre el amor. Se les despierta un repentino erotismo y terminan haciendo el amor.
Mientras tanto en el piso del lugar comienza a salir agua turbia.
Después llega el joven.  Cuenta que los soldados y los tanques siguen vigilantes en los alrededores de la plaza.  Que cuando salía los soldados mataron un perro a tiros. Y él se escondió. Observa y se percata que ha sucedido, algo más, entre el hombre y la joven. Este le recrimina a la joven su comportamiento relajado. Ella le dice que ella es dueña de sus actos como de su cuerpo. Lo acusa de machista. El joven se derrumba en llanto. Quiere salir de allí. Está desengañado de la joven.
Comienza amanecer
El hombre, empieza a vestirse mientras se pone en la boca  un cigarrillo. La joven se acerca, se los quita y los daña y los termina de botar al piso anegado de agua turbia. El joven está cabizbajo. La joven exclama, qué desierto…
Sobre la puerta empiezan a oírse los culatazos del tropel de los soldados mientras afuera sigue oyéndose los estallidos de los disparos…
El agua adquiere un tono rojo.

La huida
Gao Xingjian
Ediciones El Milagro 
208 páginas
 

18.1.12

¡Libros!

¿Qué hacen los libros mientras nadie los lee, mientras nadie los mira? El autor revela sus más sorprendentes descubrimientos, tras años de apasionado espionaje
Bernard Pivot descubre en este artículo lo que hacen los libros. foto:Jacques Loew. fuente:elmalpensante.com

Entre los libros y yo la batalla ha sido ruda. Oficialmente, nos amábamos. Era sabido que nos prestábamos un servicio mutuo: yo les hacía publicidad y ellos me daban de qué vivir. De puertas para afuera, nuestras relaciones eran excelentes: yo les abría mi puerta con cortesía, cordialidad e incluso, a menudo, con afecto, y ellos se dejaban manipular, abrir, romper, leer, sin rebelarse nunca. Para todo el mundo, el libro y yo formamos un dúo de viejos cómplices con caracteres complementarios. Pero la verdad era otra.

Los libros son implacables invasores. Con cara de nada, con una paciencia infinita y siempre más numerosos, se vuelven dueños de los lugares. Pronto consiguen desbordar las bibliotecas en las que se les ha otorgado residencia. Como las multitudes de caracoles en las novelas de Patricia Highsmith, escalan los muros, suben hasta los techos, se instalan sobre las chimeneas, las mesas, los canapés, se fijan en las intersecciones, penetran en los armarios, las cómodas y los cofres y, cuando moran en tierra, proliferan sobre la alfombra o sobre la madera en pilas inestables y arrogantes. Ninguna habitación está prohibida a los libros. Ninguna les repugna. Los que no han podido acceder al salón, la oficina o la habitación se contentan con los baños, con el estudio, con los corredores o incluso con el san alejo por el cual transitan las papas, los tarros de mermelada, el vino etiquetado, la aspiradora y las pelotas de lana para tejer. Cohabitan con las arañas. No tienen alergia al polvo. Agrupados, apretados los unos contra los otros, tienen la estabilidad y la perseverancia de menhires. En otros tiempos, los ratones los roían pero, ante la proliferación de carátulas duras, casi todos han renunciado. Los ratones son la prueba de que una demasiado grande acumulación de impreso puede desmotivar. Con el paso del tiempo, los libros se han convertido en feroces colonizadores. Roban espacio sin cesar y su voracidad se revela tanto más eficaz cuanto que es silenciosa y que sus movimientos lentos y usurpadores se hacen bajo la cobertura tranquilizante de la cultura y con la bendición de los profesores. La verdadera ambición de los libros es la de expulsar a los hombres de las bibliotecas y de sus casas y ocupar todo el territorio para su grandioso y solitario goce.

Hace más de quince años, los libros han decidido –¿por qué yo?, ¿tengo una cabeza de colonizado?, ¿una reputación de ciudadano dócil?– hacerse dueños de mi apartamento y de mi casa de campo. Entonces, bajo el pretexto de una emisión de televisión semanal y de una revista mensual, han comenzado a invadirme. Después, no hay día (fuera de los domingos y los feriados) que no se introduzcan en mi domicilio, individualmente o agrupados, llevados por el cartero o por mensajeros, ofrecidos, a mi disposición, serviles.

Pero yo conocía sus triquiñuelas. Y me defendí. Para no quedar sumergido, me impuse la disciplina de eliminar unos cada día, sobre todo los domingos y días feriados, cuando los invasores hacen la tregua. Es cobarde, lo reconozco, pero ante un peligro tan grande el respeto del código del honor habría sido suicida. Cerca de la puerta de salida hacía pilas, que partían a casas de parientes, amigos, bibliotecas, etc., donde continuarían su invasión silenciosa e hipócrita.

Imposible, aquí, contar todas las argucias de los libros para imponer su presencia. Se aprovechan tanto del corazón (querrás releerme más tarde) como de la razón (necesitarás consultarme). De ocio o de referencia, de placer o de trabajo, de diversión o de exégesis, ellos tienen siempre un buen motivo para querer quedarse. ¡Desgracia al lector demasiado sentimental! ¡Desgracia a aquel que duda de su memoria! ¡Desgracia a los conservadores! ¡Desgracia a los distraídos! Ellos terminan por sucumbir... ¡Cuántas veces me he dejado llevar por el descorazonamiento, aplastado por su número, y sobre todo por los aires de necesidad que se dan! La idea de separarnos nos llega del que nos insufla mala conciencia. Nos sentimos acusados del crimen premeditado contra el espíritu –o, si se trata de la obra de una persona que conoces, del crimen contra la amistad; o, si es un volumen inútil pero magníficamente impreso e ilustrado, del crimen contra la belleza; o, si es una novela de principiante de talento incierto, del crimen contra la esperanza; o, si son las principales obras de un académico fallecido, en la posteridad aleatoria, del pecado contra la caridad...–. Una de las estratagemas más empleadas por los libros para ocupar el terreno consiste en presentarse varias veces, bajo carátulas diferentes o con variantes. Primera edición normal, la misma pero con dedicatoria, edición en formato de bolsillo, reedición con un prefacio inédito, edición ilustrada, reedición no autorizada bajo un nuevo título y sin mención del antiguo copyright, etc. La imaginación de los libros para introducirse en mi casa era ilimitada; su audacia, monstruosa. Era necesario pues estar siempre en guardia. Vigilancia permanente. La caza a los inútiles exige mucho tiempo libre y atención. Algunos conseguían, no obstante, franquear mis líneas de defensa, e iban a engrosar el campo diccionarios superfluos, el tropel de las enciclopedias nunca abiertas, la reserva de las obras prácticas mal acomodadas, el pueblo de las memorias olvidadas, el seminario de panfletos áfonos, el cementerio de las antologías repetitivas, etc. El tiempo apremiaba. ¡Era necesario leer bien! ¡Era necesario vivir bien! Entonces, con la sorda paciencia de deslizamientos géologicos, los libros avanzaban, se instalaban, se acumulaban, ganaban nuevos territorios e imponían incluso el sentimiento de que los espacios arrebatados les estaban destinados por toda la eternidad.

Sorprenderá que para contar la saga de los más inteligentes invasores emplee el pasado. ¡Como si ya no recibiera más libros! Estoy persuadido de que con la desaparición de Apostrophes van a aflojar un tanto la presión que ejercían sobre mí, están probablemente un poco descorazonados por no haber podido, después de quince años de esfuerzos, expulsarme de uno al menos de mis dos domicilios, van a perder el espíritu de conquista que los arrojaba sobre el timbre de mi puerta, van a conciliar sus fuerzas para otras metas... Pero ¿tal vez me equivoco si espero una relajación de su abrazo? Es preciso que desconfíe de un aparente reflujo de libros, que podría ser su último ardid.

Las siguientes son algunas preguntas que usted se hará seguramente a propósito de los libros y a las cuales mi vida íntima con ellos me permite dar respuestas.

¿Los libros se reproducen entre ellos? Sí, desde luego. Si no, ¿cómo explicar la presencia, sobre todo en las pilas abandonadas o en los estantes en los que la oscuridad favorece a los audaces, de obras desconocidas? ¿Quién no se ha tropezado en su casa con un libro cuyo nombre y título no evocan ningún recuerdo? Es necesario entonces explicar la reproducción. ¿Cómo, cuándo, bajo qué formas, por cuáles estratagemas? De un natural tímido, los libros son, con excepción de las obras libertinas ilustradas, de un gran pudor. Confieso no haber podido sorprenderlos nunca en sus actividades genéticas. Tal como hay que recibir con reserva mis hipótesis, incluso si las creo seriamente fundadas. A mi entender, las palabras, las frases, los párrafos e incluso capítulos enteros se hastían de pertenecer a un libro que no les agrada o en el cual se sienten superfluos o groseramente utilizados. Deciden entonces escoger la libertad y salir del volumen. Ninguna frase ha querido abandonar nunca Madame Bovary o el Viaje al fondo de la noche, es evidente. Cada palabra allí se siente bien e indispensable. Aunque las condiciones de supervivencia sean espantosas, ninguna palabra tampoco querrá escaparse del Archipiélago Gulag. Pero hay tantos libros en los que las palabras se aburren a morir. Las más valientes deciden, aisladas o en grupo, evadirse. Y cuando, alcanzadas por las descontentas de otras obras, son lo bastante numerosas como para componer un nuevo libro en el que su existencia será mejor, su emplazamiento más agradable, su sentido más afirmado, no dudan en hacerlo, siguiendo los procesos que surgen de la autocreación y de los cuales no conozco el desarrollo. Hasta el presente, los resultados, ¡ay!, no me han parecido muy convincentes. De lo que precede se concluirá que mientras más libros mediocres o inútiles hay en una biblioteca o en una librería, más elevados son los riesgos de reproducción. Las obras maestras, de las cuales las palabras rehúsan escapar, por el contrario no conocen posteridad. De ahí ese principio que conocíamos pero que no había sido demostrado nunca: la cantidad de libros es inversamente proporcional a su calidad.

¿Que si los libros tienen, como usted y yo, humores? ¡Evidentemente! ¡Es claro, por Dios, cuando una biblioteca se burla de nosotros! Arrugados, ebrios, los libros tienen el aire obstinado. Se dirían encuadernados todos en un ataque de dolor. Exhiben la arrogancia de los que saben todos los secretos del mundo y, bien apretados los unos contra los otros, desprecian la mano que se tiende hacia ellos y que va a incomodarlos. Además, los días de farra voltean la espalda, se esconden, se esquivan, no están donde la mano los creía. Ella busca, desplaza, se enerva y no encuentra. O, si encuentra, el libro se le escapa y cae. La mano se acusa entonces de ser torpe y cree que el caído lo ha hecho adrede. Y, si lo abre, va a embrollar tan bien sus capítulos y sus páginas, a acentuar la neblina de sus caracteres e incluso del papel, que no tiene ninguna posibilidad de poner el dedo sobre la cita que esperaba encontrar allí, que había además subrayado, está seguro, y que no obstante no encuentra, ¿pero por qué, Dios mío? ¡Cuánto tiempo perdido con los libros cuando están de mal humor! Por el contrario, si están en excelente disposición –eso se advierte de inmediato en su alineamiento agradable, en la suave luz que captan y que exhibe seductores los títulos, los nombres de los autores y de los editores impresos sobre sus lomos expuestos a todas las curiosidades, a su aire de alegre disponibilidad–, si están de buenas pulgas, los libros facilitan las búsquedas. Hemos incluso conocido algunos que tenían la gentileza de abrirse por sí mismos en la página en la que estaba subrayada la cita esperada, y otros, en verdad amables, que libran espontáneamente, muy rápido, dos o tres observaciones interesantes que uno no esperaba encontrar allí y de las que podría sacar provecho.

Cuando los libros son simpáticos merecen –con la mano en alto y sobre toda otra criatura– el título de mejores amigos del hombre. ¿Están los libros influenciados en su comportamiento por su contenido? No. No hay libro sobre el suicidio que se haya suicidado, ni libro sobre los pájaros que haya alzado vuelo, ni libro sobre la obesidad que se vuelva obeso (y si lo es, es de nacimiento), ni libro sobre la delincuencia al que haya que educar, vigilar y castigar, ni libro sobre el revisionismo que, emocionado, se haya empleado en revisar las tesis revisionistas. Los libros rehúsan todo compromiso. Se declaran inocentes de lo que han sabido hacer decir. Nunca están en una actitud que sería la consecuencia de lo que son intelectualmente. Son neutros y sin reacción. Sólo las palabras, las frases, tal como lo he explicado más arriba, pueden no apreciar la manera en que han sido condimentadas. Las más valientes o las más molestas abandonan el libro para, con otras exiliadas, crear otro libro. Pero no son más que reacciones individuales de sustantivos, de adjetivos, de verbos, etc., que no modifican la aparencia ni el tenor de la obra de la que han desertado y que sigue siendo, en el fondo, inmutable.

¿Que si los libros pueden moverse solos? Sí. La prueba es que algunos cambian por sí mismos de lugar sobre la estantería, que no se les reencuentra donde se les había puesto y que su movimiento perturba el orden alfabético. A menudo son las querellas de vecindad las que explican esos desplazamientos incongruentes. Si los libros no se tienen por responsables del lugar en el que están, algunos, no obstante, no admiten estar pegados a volúmenes notoriamente mediocres o a obras cuyos autores les parecen indignos de una cohabitación con nombre impreso sobre la carátula. Apretados los unos contra los otros, ¿cómo no van a tener reacciones epidérmicas? Ellos pueden, también, ser juguetes de pulsiones lamentables debidas a las desigualdades sociales o a las jerarquías intelectuales.

Por ejemplo, habiendo ordenado lomo contra lomo libros de Marguerite Duras y de Jean Dutourd, he constatado numerosas veces sobre la fila un desbarajuste alfabético, habiéndose escapado los volúmenes y deslizado en medio de libros de Duby, de Duhamel, de Dumézil, de Dumas, etc. Y fue Troya cuando, después de haberse probablemente peleado, dos obras beligerantes cayeron de la biblioteca. He rehecho el orden intercalando La representación, de Dûrrenmatt y el Cuarteto de Alejandría, de Durrell, entre los Duras y los Dutourd. Mi consejo: si usted no tiene ni a Dûrrenmatt ni a Durrell para separar a Duras y a Dutourd, no dude en llamar al buen Alejandro Dumas, simpático a todo el mundo. Sí, seguro, el alfabeto no pone a Dumas aquí, pero si queremos la paz en la literatura, es necesario saber acomodarse con las letras.

Es patente que libros que no han sido ni prestados ni robados desaparecen de las bibliotecas y abandonan por sus propios medios el apartamento o la casa en los que habitan. Esas fugas, bastante raras, que prueban, si todavía es necesario, la autonomía de movimiento de los libros son debidas bien sea a violentas querellas de vecindad –no puedo más, me largo–, bien sea a humillaciones insoportables. Un libro puede sentirse humillado si nadie lo abre nunca, si ha sido relegado sobre un anaquel inaccesible donde la mirada de su propietario-lector no lo ha desflorado desde varios años atrás, si el polvo se acumula sobre él...

El Proceso verbal, de J. M. G. Le Clézio, ejemplar dedicado, ha desaparecido de mi casa. Ha huido. Sin una palabra de explicación. A menudo consentido, bien acomodado en mi biblioteca, estaba colocado entre una novela de Guy Le Clec'h y los poemas de Leconte de Lisle, vecinos agradables, sin historia. ¿Entonces? Primera novela de Le Clézio, premio Renaudot en 1963, El Proceso verbal no ha soportado, en mi opinión, ser suplantado en mi afecto por Desierto, su hermano diecisiete años más joven, del que he proclamado las bellezas y dicho que era el mejor libro del escritor de Niza, y que he colocado en sus cercanías, en los cuarenta centímetros de libros de Le Clézio. Celoso, decepcionado, El Proceso verbal me ha dejado, ha partido...

13.12.11

Tomás González: la difícil sombra

"Sentí que esa no era la escritura de González, no era su lenguaje; llegué a pensar que él se había cansado y había puesto a otro a escribir por él para tomar del pelo a las instituciones literarias del país"
Portada: La luz difícil, última novela de Tomás González. foto:fuente:revistagalactica.com

Cuando compré la más reciente novela de Tomás González, La luz difícil, la emoción era inmensa. Ahora, después de leerla, no puedo estar menos de acuerdo con la banda que acompaña el libro, una frase de Luis Fernando Afanador: "Nunca olvidaré la plenitud que sentí al terminar de leer La luz difícil. No espero más de la literatura". Yo no sentí esa plenitud y sí espero más, mucho más, de la literatura y también de la escritura de González.

Como es costumbre en este escritor, la novela es corta (132 páginas) y, como también es costumbre, se mezclan en ella el dolor más agudo y la alegría más sencilla. David, pintor, padre de tres hijos y esposo de Sara, cuenta la historia fragmentada de sus días desde aquel lejano en el que su hijo Jacobo decide morir para huirle al dolor de sus huesos, de su cuerpo, causado por un accidente de tránsito que lo dejó parapléjico. David y Sara esperan en su apartamento de Nueva York la llamada de sus hijos avisando acerca del estado de Jacobo. La narración se alterna con la de los días más recientes de David (veinte años después de lo sucedido en Nueva York) en una finca cerca de La Mesa, que pasa en compañía de una mujer contratada para que lo ayude en los menesteres de la casa, mientras él escribe –con la dificultad que le produce el hecho de estar quedándose ciego– el relato que el lector tiene entre sus manos.

¿Qué sucede, entonces, con la novela? Recuerdo nítidamente toda la trama de Primero estaba el mar, de La historia de Horacio, de Los caballitos del diablo, de Abraham entre bandidos, de los cuentos de El rey del Honka-Monka (especialmente, "Verdor", que conecta directamente con el motivo de La luz difícil), pero en este momento, no me queda ninguna imagen memorable de esta nueva novela de González; trato de sentir por qué. Aquí los opuestos no configuran tensiones tan vivas como en las narraciones que nombré anteriormente, aquí esas tensiones no me conmueven. David, el joven "desorientado" de Los caballitos del diablo, aparece aquí también como una especie de alter ego de Tomás González; un pintor ignorado por los medios y luego muy reconocido y visitado por estudiosos y periodistas en su casa de La Mesa (que también podría ser Cachipay).

En muchos momentos sentí que esa no era la escritura de González, no era su lenguaje; llegué a pensar que él se había cansado y había puesto a otro a escribir por él para tomar del pelo a las instituciones literarias del país y a los medios de comunicación que desde hace una década (cuando la desaparecida Norma reeditó su obra) y, especialmente, desde hace cinco años (cuando empezaron a aparecer largos artículos y entrevistas sobre su vida y obra en revistas culturales) vienen repitiendo frases hechas sobre la calidad de sus novelas. Es la primera vez que el narrador de González asume la voz en primera persona, asume un yo total para contar la historia. Es también la primera vez que no siento en González la búsqueda de un lenguaje que yuxtapone los opuestos, que conjuga la poesía y la prosa del mundo; más bien el lector encuentra aquí una prosa despreocupada de sí misma, despreocupada de las búsquedas estéticas. El lenguaje se depura hasta eliminar toda carga simbólica y las palabras son lo que son, tienen el peso que pueden tener bajo las ceibas del parque de Envigado (como diría su tío Fernando González) o en una hamaca de una finca en Cachipay.

La luz difícil, lo mismo que Para antes del olvido, configura una novela de transición en la poética de González, novela que marca búsquedas literarias –y vitales– distintas dentro de ese propósito armónico y unitario del resto de sus novelas. Sin embargo, la búsqueda en La luz difícil está lejos de la de Para antes del olvido. Ya no el malabarismo del lenguaje, ya no el papel de un testigo fiel a documentos que reconstruyen, de manera fragmentada, parte de la saga familiar que tanto ha interesado al escritor paisa; ahora, aquí, el lenguaje se hace aún más cercano y la prosa pasa apenas por encima de los hechos, apenas los nombra, los roza, sin demorarse en ellos. El narrador, a diferencia del mito literario creado sobre el escritor ciego, no gana en profundidad sino en superficialidad; las imágenes son efímeras: el dolor apenas se presiente, el deseo apenas se intuye. La sombra se difumina y gana la claridad, fácilmente; la luz, pues, no es tan difícil como en sus anteriores obras. González deja ahora que el mayor peso esté de este lado; le bastan sus plantas, el clima favorable, el café recién hecho, una presentida desnudez al lado de la piscina.

¿Qué queda, entonces? Casi nada y me pesa decirlo porque admiro y estimo demasiado a este escritor. Tan leve su novela entre las miles de páginas que se publican cada día, tan ligero su peso entre la ligereza ominosa de las recetas para la vida, de las píldoras de optimismo que se publican cada día. David es la tranquilidad hecha personaje literario y tal vez ahí reside su fuerza y lo extraño de su presencia dentro de la turbulenta vida en nuestro país, dentro del ruido que nos acompaña desde nuestro nacimiento. Esta soportable levedad de la novela de González me vuelve más cercano al escritor, al hombre y, paradójicamente, me produce más deseos de viajar hasta Cachipay y buscar su finca, las flores, las plantas y perderme un rato entre ellas.

7.12.11

Jugando con Salman Rushdie

Cuando en 1990 Salman Rushdie era un hombre perseguido por la condena de la fatwa y vivía escondido, escribió Harún y el mar de las historias para su hijo mayor, con la esperanza de encontrarse con él mediante la lectura. Ahora, en tiempos mucho mejores, cumple otra promesa, esta vez a su hijo Milan, a quien le debía escribirle un libro como había hecho con su hermano mayor

Salman Rushdie escribe esta historia en un tono juguetón y paga con este libro una deuda a su hijo menor. foto.fuente:pagina12.com.ar

Aun en sus títulos más oscuros –pensar en Vergüenza o Furia o Shalimar el payaso– vuela, siempre, un aire travieso y juguetón. Un aliento de hadas y hechiceros –no olvidar nunca que Salman Rushdie ha insistido en más de una oportunidad en que todo su imaginario surge de una primera exposición infantil al film El mago de Oz en un cine de su cosmópolis natal– donde los héroes deben partir en busca de algo que los redima o los consagre. Así, no hay trama de Rushdie (Bombay, 1947) donde no impere el mecanismo de la ida y la vuelta, del subir y bajar, del Había otra vez... Rushdie ha destilado lo suyo en el momento más encandilador de su saga-pop El suelo bajo sus pies: todo tiene que ver –y oír y gustar y oír y tocar– con el ejercicio casi místico de atravesar una membrana delgada pero poderosa separando no solo a Oriente de Occidente sino también a la Historia de las historias. Ese entrar y salir y volver a entrar es el oficio del escritor.

Y fue también en su hora más sombría –fatwa funcionando como hechizo fatal en un cuento más de brujas que de hadas, precio a su vida y obra– cuando, en 1990, el entonces recluso y fugitivo Rushdie publicó Harún y el mar de las historias como ofrenda para un hijo, Zafar, al que no podía ver y como transparente defensa de la libertad de expresión y condena a la "oficialidad" otorgada por el poder a ciertas versiones de lo supuestamente real. Aquel pequeño gran libro ofrecía poema en lugar de dedicatoria, donde se rimaba la tristeza de un padre ausente: "Mientras vago por donde no puedes verme / Lee, y tráeme a casa contigo".

Veinte años después, más tranquilo, Rushdie insiste a pedido de otro hijo, Milan, al que le debía un libro como el ofrecido a su hermano mayor.

Y muchas cosas han cambiado desde que Harún salvó a todas las historias del mundo. Ya no está Khomeini, llegó Harry Potter y los jóvenes del universo flotan en galaxias digitales transformados en avatares de su propia elección y diseño. Pero –intacto, invulnerable– permanece ese mismo "tono de voz" al que en su momento se refirió Rushdie como indispensable a la hora de fundir satisfactoriamente a lo adulto con lo juvenil. Tono que dijo haber detectado en las fábulas indias, en Esopo, en Jorge Luis Borges y en Italo Calvino; cadencia también presente en la panorámica e histórica e histérica fábula para mayores que fue su anterior La encantadora de Florencia.

Luka y el Fuego de la Vida. Salman Rushdie Mondadori 206 páginas

Y Luka y el Fuego de la Vida –como Harún...– reincide en las figuras de un padre y un hijo, en los problemas del primero y en el segundo como proveedor de una solución a esos problemas. Aquí, una noche, Rashid Khalifa (recordar que el progenitor de Luka también se llamaba Rashid; y descubrir que la incrédula y racional madre de Luka y Harún se llama Soraya y, sí, magia, resulta que Luka es el hermano menor de Harún) cae dormido para ya no levantarse. Y Luka Khalifa deberá partir –atravesar la membrana que comunica con el Mundo de la Magia– en busca del despertador de una cura mágica. Lo que sucede a continuación –y es mucho lo que sucede y es amplio el reparto de personajes y son cuantiosos los habituales juegos de palabras del autor y sus guiños cómplices a la antigua mitología y a la cultura popular, incluyendo a un doble vampírico paternal de nombre Nopapadie, un automóvil DeLorean, aquel de Regreso al futuro, una raza de dragones transformer y un navío de nombre Argo– no resiste ni se merece las cadenas de un resumen. Como ocurre con los mejores relatos fantásticos, toda gracia y magia y sorpresa se pierde al sintetizarlos. Hay que abrir la puerta –y Rushdie es un gran abridor de puertas– para ir a jugar y pasarla tan pero tan bien.

Pero sí conviene revelar y anticipar algo: el profundo trance del que es prisionero el ya crepuscular Rashid tiene que ver –de nuevo, como en Harún...– con su creciente dificultad para imaginar cuentos dignos de ser contados. Y es Luka –acompañado por sus mascotas Oso el perro y Perro el oso– el encargado de partir en busca del Fuego de la Vida, ardiendo en la cima del Monte de la Sabiduría, que revitalizará la potencia narradora de su padre. Y, claro, abundan los retos y las pruebas y los desafíos que Rushdie va ordenando en un crescendo que remite –y hay más de una amigable burla a todo eso– directamente a los modales y taras y adicciones de los videojuegos: esas "cajas de realidad alternativa" donde el Mal acecha seduciendo con "High Definitions y bajas expectativas". Así, vidas extra, poderes a aumentar, contrincantes pixelados, El jugador de Bagdad y Los mil y uno stages. Por encima de tanta gracia y diversión en algo que podría definirse como Tron o The Matrix reprogramadas por Lewis Carroll con una ayudita de Groucho Marx (vaya como ejemplo que la aversión de Soraya a las consolas se define como "in-consola-ble") fluye una melancólica y subterránea corriente. La de lo que ocurre cuando un padre es consciente y debe comunicar a quien lo sucederá lo limitado de sus habilidades y ese horizonte final cada vez más cercano. Un final que no es feliz ni triste. Es nada más y nada menos que un final.

Lo que vendrá –parece ser, así lo ha informado el autor en una entrevista en The Paris Review del 2005– volverá a ser un nuevo cruce de las fronteras que separan a lo inimaginable de lo imaginativo: los muy esperados journals escritos durante el cautiverio de Rushdie, un proyecto de novela bien british y multigeneracional à la Anthony Powell a titularse Careless Matters, y una saga mestiza combinando la sci-fi con el noir ("algo así como una cruza entre Blade Runner y el Touch of Evil de Orson Welles") respondiendo al nombre de Parallelville.

Mientras tanto y hasta entonces, Salman Rushdie vuelve a ganar la partida.

Y, con él, ganamos todos.